A estas alturas, me daría vergüenza releer los textos de hace dos semanas que te escribí en Facebook. Supongo que a mis contactos también. ¿Y cómo no? Ése tres a cero contra Suecia, que literalmente te jugueteó, nos dejó inválida la esperanza. Da igual que le hayas ganado a los teutones.
De hecho, me senté a verte el lunes con una lanza en el costado. Y créeme: intenté trazarme una sonrisa, esbozarme muy adentro la posibilidad de que le pondrías ritmo de mariachi al carnaval verde amárela sobre la cancha.
Pero, si soy honesto, miré el juego con fastidio, por inercia, por el morbo de saber en qué minuto se fraguaría tu derrota.
Por eso, después de años de creer, hoy ya estoy hasta la madre de ilusiones. Decepción mexicana. Te mereces el apodo. Años antes, me rehusé a utilizarlo, pero hoy el término ya convive feliz en todas mis conversaciones de fútbol. Soy su casa. Decepción mexicana. Es la puritita verdad: te entregamos todo y ni siquiera nos devuelves el importe de las camisetas piratas.
¿Por qué? Nadie sabe. Porque no puedes, porque no sabes, porque no te atreves. Te achicas a la hora buena: pequeños ratones que no nacieron para las hazañas, para las remontadas, para las leyendas. Es eso o que sólo fuimos potencia en el deporte que inventamos: el juego de pelota. Quizá nacimos para pasar por el aro un balón con los codos y las rodillas buscando sacrificios redentores al atardecer.
Selección mexicana, te odio y te amo. Me dueles y me llenas orgullo. Me haces feliz mientras me haces llorar. Hielo negro, luz oscura, blancura que mancha. Eres, selección mexicana, definición de lo inexplicable, de lo que no se entiende, de lo que no puede justificarse, y por eso, entre rabia y ternura, entre traiciones y lealtades, todo un país vuelve a preguntarte: ¿cuándo vuelves a jugar?
Allí estaremos.
Texto: Alejandro Fitzmaurice
Fotos: Agencias