Salvador Castell-González
Mientras las naciones del mundo continúan enfrentándose en conflictos territoriales y económicos, una guerra silenciosa pero devastadora se libra contra la naturaleza. La sexta extinción masiva no es ya una advertencia lejana, sino una realidad que se desarrolla ante nuestros ojos con una velocidad sin precedentes.
La biodiversidad, ese intrincado tejido de vida que sostiene los ecosistemas terrestres y marinos, se desmorona a un ritmo alarmante. Según las últimas estimaciones científicas, perdemos aproximadamente 150 especies cada día.
Esta cifra, aparentemente abstracta, representa una amenaza existencial para la humanidad que supera incluso a la crisis climática en su potencial destructivo. La “paz con la naturaleza” no es un concepto romántico ni una utopía ambientalista. Es, más bien, una necesidad estratégica para la supervivencia de nuestra especie. Los ecosistemas saludables son nuestra primera línea de defensa contra las enfermedades emergentes, el colapso de los sistemas alimentarios y los desastres naturales.
Cada especie que desaparece es un eslabón menos en la cadena que mantiene el equilibrio planetario. La paradoja de nuestra época es que, mientras invertimos miles de millones en armamento y conflictos territoriales, los verdaderos pilares de la seguridad nacional: el agua limpia, suelos fértiles, polinizadores y bosques funcionales, se deterioran día a día. Los políticos debaten sobre fronteras mientras los arrecifes de coral, auténticos bastiones de vida marina, blanquean y mueren en silencio.
Es hora de redefinir el concepto de seguridad nacional para incluir la protección de la biodiversidad como un elemento central. Los países deben comprometer recursos significativos para establecer y mantener áreas protegidas efectivas, no solo en papel sino con una gestión real y medible. Necesitamos un “tratado de paz con la naturaleza” que sea tan vinculante como nuestros acuerdos comerciales. La solución requiere un cambio paradigmático en nuestra relación con el mundo natural.
Debemos pasar de ser conquistadores de la naturaleza a ser sus guardianes. Esto implica transformar nuestros sistemas productivos, rediseñar nuestros patrones de consumo y supervivencia, mediante una revolución de lo que hoy llamamos desarrollo. Las próximas décadas serán decisivas. O establecemos una paz inmediata y progresiva con la naturaleza, reconociendo su valor intrínseco y su papel fundamental en nuestra supervivencia, o nos enfrentaremos a un futuro donde la estabilidad social y económica será imposible en un planeta biológicamente empobrecido.
La verdadera cultura de paz, aquella que garantizará el futuro de nuestros hijos, debe comenzar con la protección decidida y urgente de la biodiversidad que aún nos queda. No es solo una responsabilidad ética, es un imperativo para la supervivencia.