Por Gerardo Sánchez Togle
¿Cómo juzgará la historia a Peña Nieto? Naturalmente que el tiempo lo dirá, pero sin duda hoy tenemos ya cierta perspectiva para pensar en su legado y las consecuencias de su administración. Lo más probable es que el futuro lo designe como un mal presidente.
Peña Nieto no irradió de dignidad a la figura presidencial, al contrario. Su presidencia no sólo restó aprecio y respeto por las instituciones, sino que contribuyó de manera constante a su desprestigio y debilitamiento. No fue líder de México sino administrador de los intereses de su grupo. Se preocupó siempre por la forma y olvidó los contenidos, la sustancia y el fondo.
En el ensayo “El juicio político”, Isaiah Berlin analiza y describe las cualidades y capacidades que un buen gobernante debe tener. Características de quien vive de la política y es talentoso para ella; la habilidad para llevar adelante ideas y proyectos de forma exitosa; la eficacia de la razón y la practicidad de las ideas. Dice que esa sabiduría práctica es tener sentido de lo que funciona y de lo que no funciona, “capacidad de síntesis antes que de análisis, de conocimiento en el sentido en que los domadores conocen a su animales, los padres a sus hijos o los directores a sus orquestas”. Un juego de intuición, práctica, conocimiento y, por supuesto, suerte.
Lo más perjudicial de este sexenio es el debilitamiento del estado de derecho y las instituciones.
Todo parece indicar que las circunstancias se fueron imponiendo al presidente. Nunca demostró capacidad para reaccionar de forma tal, que no le explotara el boiler mientras pronunciaba decálogos. Siempre que no tuvo la capacidad de establecer los términos del discurso público, las crisis se ensanchaban. Es decir, en términos de Berlin, su estilo fue de análisis mediático. No demostró tener sabiduría práctica y conocimiento cierto de los problemas de México. Ayotzinapa es un clarísimo ejemplo de cómo desdecir lo importante y fijarse sólo en estrategias de comunicación. Nunca creyó que desde entonces, la institución que el representó perdería credibilidad.
Peña Nieto no comprendió el país que gobernó y, como es natural, el país no lo entendió a él. Los resultados están a la vista y las elecciones son una muestra nítida de que nunca existió una conexión entre el presidente y la sociedad. Ese vínculo y conexión, que trasciende el mero mandato legal, no se trata de una mera aprobación de la gestión, sino del entendimiento generali-zado de que quien es el presidente, actúa en beneficio del interés general. La conexión implícita y muchas veces difusa que lo reconoce como líder.
El acto de gobernar es pedregoso y las más de las veces ingrato. El gobierno, que debe ser consecuencia de la política, es un juego de intereses en donde siempre, o casi siempre, las ganancias de uno son proporcionales a las pérdidas del otro. Mientras los intereses de ciertos grupos se ven beneficiados, del otro lado siempre habrá quien lo resienta. Pero en ese juego de intereses, debe prevalecer el beneficio colectivo. La constante y continua percepción (y realidad) de que Peña Nieto actuaba en beneficio propio y de su grupo hizo casi de inmediato que se diluyera cualquier indicio de liderazgo. Es decir, perdió legitimidad y su sexenio es y será visto, como el de la corrupción. La impunidad en el sexenio ensombreció cualquier posible bondad.
Aun y con todas las críticas que el Pacto por México merece, las reformas estructurales deberán ser evaluadas cada una en sus méritos propios y en su resultados específicos.
No todo fue sombrío y perverso. Aun y con todas las críticas que el Pacto por México merece, las reformas estructurales deberán ser evaluadas cada una en sus méritos propios y en su resulta-dos específicos. Ese gran pacto que “concilió” a gran mayoría de los actores y fuerzas políticas del país, produjo una serie de cambios que en algunos casos han rendido beneficios, y en otros están por demostrarse.