Mario Barghomz
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Para muchos la idea de Dios sigue siendo un tema controversial, un asunto de fe y de religión más allá de lo que la ciencia llama evidencia. Pero está claro que Dios no es un experimento o una estadística, algo que pueda demostrarse bajo los términos concretos de la lógica de una realidad obvia. Dios está más allá de todo entendimiento humano. “Si lo comprendes -dice Eckart-, entonces no es Dios”.
¿Y Dios, desde cuándo es Dios?. Esta es una buena pregunta para la filosofía. Y toda razón que de Él demos, será metafísica. Par la ciencia Dios es un misterio no develado. Pero para la fe, Dios existe desde que el hombre sintió temor, duda, dolor, sufrimiento y esperanza.
Dios en el espíritu humano (no en su razonamiento ni en su juicio) es la esencia misma de aquello presente pero inexplicable. Por eso es difícil hablar de Dios desde la evidencia no demostrada, aquello que está lejos del simple plano espiritual y lo abstracto del alma humana.
Aceptar o no la existencia de Dios está lejos del plano racional, de lo concreto de una física también hoy superada por la dimensión cuántica. La fe, más allá de los rituales de la religión católica, ortodoxa, judía, protestante o islámica; importa en el alma del ser que la siente y no la discute. La fe de un hombre se traduce en su bondad y su misericordia.
Dios está presente en la buena voluntad de todo buen acto humano, en el amor, la integridad, la inteligencia y la justicia. ¿Pero cuánto de Dios tiene un hombre en su semejanza?, ¿cuánto hay de la divinidad de Dios en nuestros corazones?, “por qué hay razones del corazón que la razón no entiende” -escribió Pascal-.
El judaísmo lo explica como aquello que nos creó desde la tierra, en hebreo “Adama” que se traduce como Adán (el primer hombre) y la vida personalizada en Eva que luego de creado, Dios le regaló a Adán.
La simple duda de su existencia ofende ya el alma desde el pensamiento, así como lo ofende el hipócrita que sólo reza o quien vive arrodillado implorando por el fin de su miseria. ¡Dios es fortaleza!.
Acusar también a Dios de guerras, epidemias, sufrimiento y la miseria del mundo es una vileza. Sobre todo, atendiendo en ese sentido la baja condición humana, la falta de escrúpulos y el fácil cinismo de los malvados. El perverso buscará siempre a quien culpar para ocultar su propia maldad. Pero sin duda Dios siempre está presente compadeciendo nuestro pobre juicio, nuestro errático albedrío.
Para mí Dios es el gran Demiurgo de Platón, el Dios Pan de Spinoza y el Dios Logos de Marco Aurelio. Un Dios Todo y único, el Dios Uno y Tetraktys (10) de Pitágoras, es decir, ¡el Ser perfecto!.
Y sin duda más allá de su misticismo y su misterio, su agnosticismo o su legado evangélico; Dios es un producto de nuestra psique y nuestra condición de humanos. Todo es Dios -dice Spinoza-; el Cosmos y la naturaleza misma, el mar, el viento, las aves, la vida, el amor y la muerte -dicen los estoicos.
Yo digo que Dios, como dice también Sabines, está en el insecto más pequeño y la proeza más grande, en la sonrisa de mis nietos y las manos que me acarician cuando estoy triste, en el beso de la mujer más amada y la luz que me señala el camino cuando estoy perdido.
Dios estuvo siempre presente en los ojos de mi madre y en el semblante templado de mi padre. Ahora lo veo en el corazón de mis hijos. Siento que me acompaña en mis horas más felices o en los momentos más difíciles; si leo un buen libro o tomo una taza de café. Lo veo en la calma y en la serenidad, en la bondad permanente, la resiliencia y fortaleza de quienes se mantienen en fe.
“¡Que Dios bendiga a Dios”! -escribió Jaime Sabines.