¿Por qué perdió México contra Estados Unidos en 1847?

Primera de tres entregas de un texto que busca explicar una aparente misterio que es a todas luces evidente: la desunión y la traición siempre traen por resultado derrotas

Junio 17 de 2002. Dos a cero contra Estados Unidos, y para terminarla de chingar, con gol de Landon Donovan incluido.

Con apenas 21 y una caguama en mano, aquella madrugada entendí que ese partido nunca se me iba a olvidar. Igual y soy el único, pero me sigue pareciendo vergüenza. Lo digo también porque aquel fue un Mundial brillante para el tricolor: dos victorias sobre Croacia y Ecuador, respectivamente, y un empate contra Italia.

Por ello, a la fecha, seguimos sin entender por qué carajos el ‘Vasco’ Aguirre sacó al ‘Ramoncito’ Morales, el mejor mexicano en la cancha, por un ‘Matador’ Hernández que ya no tenía el filo de Francia 98.

En aquel entonces, sonaba un pleito por agua en la frontera norte y muchos juraron que así se arregló el desaguisado con los vecinos del norte, pero tampoco se puede hacer a un lado a un Cuauhtémoc Blanco sin pena ni gloria y a un Rafael Márquez que se hizo expulsar.

Por supuesto, se lee frívolo traer a la memoria un mero dato futbolero como ése, justo en el mes patrio en el cual se recuerdan las mejores gestas: la valentía de doña Josefa, la rebelión de Hidalgo, la brillantez de Morelos o la tenacidad de Leona Vicario.

No obstante, si se toma en cuenta que el futbol era el único deporte en el que nosotros, mexicanos a mucha honra, le dábamos la vuelta a los pinches gringos, se entiende mejor porque aquel juego sigue siendo una cicatriz que no cierra del todo.

De hecho, hasta hace algunos años, la porra gringa se ensañó con el famoso dous a cero, un gritito bastante culero, aunque sin dejar de reconocer que, de haber podido, igual nosotros se las hubiésemos aplicado.

Ahora que, si nos ponemos en modo terapia, queda claro que el trauma no empezó allí, en el estadio de Jeonju de Corea del Sur, sino 155 años antes –hoy serían 173– en el tenebroso 1847, el mismo año en el que un 16 de septiembre ondeó, orgullosísima sobre Palacio Nacional, la bandera de las barras y las estrellas.

En ese sentido, si es verdad aquella sentencia de que la historia, cansada de engendrar, se repite, más nos valiera seguir aplicando las lecciones de aquel episodio, sin duda, más vergonzoso que el más triste de los partidos de futbol de la Selección Mexicana.

El desastroso gigante que dormía con el enemigo (¿o sigue durmiendo?)

Si empezamos con aquello del contexto social político económico y cultural del México post independentista a partir de la consumación de 1821 llevado a cabo por Agustín de Iturbide, no acabamos nunca.

Además, hay publicaciones que lo narran mejor. De hecho, si de entender se trata, basta y sobra la extraordinaria edición ‘Viaje por la historia de México’, autoría de don Luis González y González, que se repartió en el sexenio de Calderón con motivo del Bicentenario.

Para ser prácticos, basta afirmar –a partir de la opinión del historiador y doctor Felipe Couoh, académico de la Uady– que México era un desastre, entre otras razones, por los desencuentros entre liberales y conservadores.

“Desde el 28 de septiembre de 1821, desde el momento en que se firma el Acta de Independencia […] empezó una etapa inestable que se fue desarrollando por diferencias de políticos […] hasta desembocar en la década de los 40’s, cuando se focalizó la lucha entre los llamados conservadores y liberales, quienes no se ponían de acuerdo”, explicó Couoh Jiménez.

A su vez, González y González narró: “Las luchas entre ellos (liberales y conservadores o federalistas y centralistas) provocaron un caos político en el país. Las elecciones no se respetaban y las rebeliones eran una forma más de acceder al poder”.

La situación fue tan caótica que empezó a surgir la creencia, generalizada entre distintos sectores de la población, de que una potencia extranjera tendría que asentar sus reales en el territorio nacional para darle un poco de orden a este país de incapaces.

Lo anterior –recordó Couoh Jiménez– se reflejó inclusive en plena invasión norteamericana en 1847, la cual muchos veían con buenos ojos. “Algunas voces sostuvieron que era mejor que todo México se anexara a los Estados Unidos”, aseguró el catedrático de la Autónoma de Yucatán. Ahora bien, cómo y por qué Estados Unidos, muchos años antes, se fijó en los antiguos territorios españoles se explica con una oración sencilla: llevan, como su mamá, Inglaterra, los deseos de expansión en la sangre.

José Antonio Crespo, investigador del CIDE y autor del libro ‘Contra la historia oficial’, editado por Proceso y Grijalbo, ofrece fragmentos esclarecedores para entender el origen de esas ganas por conquistar al mundo todos los días. Escribió Crespo:

“Las aspiraciones anexionistas en Estados Unidos surgieron prácticamente con el nacimiento de ese país. Thomas Jefferson, uno de los padres de la patria norteamericana, escribió en 1786 a un amigo: “Nuestra confederación ha de verse como un nido desde el cual se poblará América entera, tanto la del Norte como la del Sur… De momento, aquellos países se encuentran en las mejores manos (españolas) […] hasta el momento en que nuestra población crezca lo necesario para arrebatárselos parte por parte. (Continuará)

Texto: Alejandro Fitzmaurice
Fotos: Cortesía

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