Quiero pintar la eternidad

Mario Barghomz

mbarghomz2012@hotmail.com

Más que el acto de pintar que desarrolló de manera impresionante y convulsiva en los últimos die< años de su vida. Vincent Van Gogh deseaba simplemente estar bien, estar con su familia y ser el orgullo de su padre. Sin duda deseos normales de todo joven y adolescente.

Pero Vincent no era “normal”, no en el sentido en que lo son los demás. Desde niño le gustaba aislarse y dar largos paseos por el bosque coleccionando los insectos que encontraba en su camino. Sin duda era diferente en muchos sentidos, tanto en sus sentimientos como en sus pensamientos más íntimos, pero sobre todo en su comportamiento que los demás juzgaban como fuera de lugar.

No poseía ninguna habilidad, al menos eso fue lo que demostró antes de ponerse a pintar. Aún la misma pintura le oponía resistencia al no satisfacer completamente su obsesión y ansiedad. Por seis años y desde muy joven, fue aprendiz en la Casa Goupil, una empresa dedicada a la venta de reproducciones de arte, impresiones, grabados y todo aquello que tuviera que ver con el arte de la época, tiempo que sin embargo Vincent ocupó para aprender todo lo que había que aprender sobre el arte, su historia y los artistas, tanto aquellos que ya no estaban como de los impresionistas de su época.

Luego de su breve estancia en Goupil, intentó ser maestro de escuela en Inglaterra y posteriormente, aunque también de manera muy obsesiva (como todo lo que hacía Vincent), su familia (su padre, sobre todo) le dio la oportunidad de ser pastor evangélico. Pero poco le duró el ánimo y el gusto. Esa última decepción lo llevaría a la pintura.

“Pinto porque no se hacer otra cosa -le escribió a su hermano Theo-, al parecer Dios me ha dado esta virtud que últimamente me sostiene y me consuela”. Y sería la pintura quien lo acompañaría durante los diez últimos años de su vida. Diez años (1880 a 1890) que lo convertirían en lo que hoy es Van Gogh; el genio del postimpresionismo.

“Me siento mentalmente agotado -dice también en una carta a su hermano- y físicamente exprimido, pero necesito seguir creando porque no tengo ningún otro medio de recuperarme. Peo no puedo hacer nada si mis cuadros no se venden. Aunque sigo pensando que llegará el día en que la gente verá que valen más de lo que cuesta la pintura…” (Carta 712, Arlés, octubre de 1788).

Tras sufrir varios episodios epilépticos que sería lo que determinaría el final de su vida; Vincent regularmente se sentía desesperado, sin la confianza suficiente en sí mismo. “A menudo me digo a mí mismo que preferiría que no hubiera nada, que se acabara todo. Sí, no somos los dueños de nuestra existencia. El problema es aprender a querer vivir incluso cuando sufrimos. Me siento un cobarde, incluso aunque esté mejor de salud. Todavía tengo miedo”. (Carta 840, Saint – Remy, 1890). Sin embargo, intuía que él y sus obras estaban destinados a ser algo más grande.

El mismo año de su muerte se expusieron algunas de sus obras en Bruselas, y finalmente alguien se interesó y compró uno de sus cuadros. Fue Anna Boch (también pintora) quien por la cantidad de cuatrocientos francos adquirió “Viñedo en rojo”, un cuadro que, aunque Van Gogh renegara regularmente del impresionismo de su tiempo, es un cuadro absolutamente impresionista, sin el sello característico del pintor neerlandés que tanto lo distinguiría.

Un año antes, en 1889, el crítico J. Isaacson había escrito sobre él: “¿Quién es ese que interpreta para nosotros las formas y le da colores a lo glorioso, a la vida que la gente de nuestro siglo experimenta con mayor consciencia de ser ellos mismos? Sólo conozco a uno, un pionero, un luchador solitario en la oscuridad de la noche que la historia recordará y las generaciones futuras estudiarán: Vincent”.

Sin duda Vincent Van Gogh es hoy -como ya hace más de un siglo habría dicho Isaacson- no sólo uno de los pintores más estudiados y cotizados en la historia del arte, sino el más célebre de nuestra época. “Me encantaría transmitir consuelo con un cuadro -pensaba-, como la tranquilidad que transmite una canción… ¡me gustaría pintar la eternidad!