Mario Barghomz
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Quizá el período más difícil e incierto de nuestro desarrollo humano es el de la adolescencia. Una etapa donde la niñez ha dejado de ser y la madurez todavía no es. Un puente en el que el cableado de nuestro cerebro (sinapsis) se ha desconfigurado de su etapa anterior y no está todavía lo suficientemente bien reconectado para la siguiente.
La adolescencia (per se) es un período lleno de dudas, temor, rebeldía, temeridad y desenfreno emocional donde los sentimientos se desatan. Un terreno aún por explorar y un tiempo de tránsito entre la pubertad y la juventud. La ONU ha ubicado a la niñez como el tiempo comprendido entre el nacimiento y los 18 años, la adolescencia entre los 10 y los 19 años, y la juventud aquella que va de los 15 hasta los 24 años, mismo tiempo también en que el cerebro terminó su crecimiento.
Regularmente la conducta de los chicos no es precisamente lo que uno quisiera ver en ellos; su indecisión, su terquedad emocional, su falta de orden, compromiso y respeto. Y así como hay en ellos brotes de mucho entusiasmo por aquello que quieren o sienten que merecen, también tienen períodos de mucha ansiedad o depresión.
Y aunque parezca que la adolescencia de otros tiempos fue diferente, peor o mejor; basta citar a Sócrates, Platón y Aristóteles para ver que esto nunca fue cierto. Sócrates dice: “la juventud de hoy es maleducada, no respeta a sus mayores y desprecia la autoridad”. Platón: “Qué pasa con nuestros jóvenes que regularmente desobedecen a sus padres y faltan el respeto a sus mayores, suelen desdeñar la ley y se rebelan de manera grosera por las calles”. Aristóteles: “Los jóvenes de hoy no tienen control y están siempre de mal humor, no saben lo que es la educación y carecen de moral”. Hablamos de hace más de dos mil años.
El caso es también que el sistema nervioso de un cerebro adolescente no suele responder a nada objetivo ni concreto, es un terreno incierto donde se fragua un destino aún no conocido, apenas un dibujo o boceto que podría ser la semilla de algo o nada; ¿cómo saberlo?
Obnubilación racional, impulso emocional y frenesí hormonal. El cerebro mismo se encoge por la falta de conexiones sinápticas que hacen de esta etapa navegar entre el desequilibrio de la duda y el vacío de un destino incierto y frágil.
La adolescencia; sin embargo, es a la que muchos viejos llaman “mi época” (cargada regularmente de mucha nostalgia), curiosamente llena de vacío e incertidumbre, de orientación y vocación, pero plena de acciones emocionales, sentimientos dispersos y deseos inconsistentes. Una etapa, como dije, también propia de búsqueda, de reconocimiento del ser mismo y un mundo aún por descubrir. Años donde el cuerpo también cada día es otro (un desconocido) y la lívido de la que habla Freud, demasiada para un cerebro que también no ha dejado de crecer.
Ser adolescente (por la edad y por un cuerpo que no deja de cambiar) es estar en medio de un tiempo en que ya no es lo que fuimos y no es lo que posiblemente o no, seremos. Un tiempo en donde el statu quo del presente tampoco importa y sensatez y responsabilidad, regularmente también son ajenas, y lo único que tiene sentido es la libertad sin límites, la rienda suelta de los sentimientos y la validez total de los sentidos. Estar bien es lo que se busca (aunque el bienestar se confunda), gozar de todo aquello donde el placer prevalezca y la fiesta no termine.
Ser adolescente parece a veces ser la fuente de la juventud eterna, audaz e impertinente, grosera y sin reservas. Pero poco fiable, poco segura en estos tiempos, y menos aún razonable.