Mario Barghomz
mbarghomz2012@hotmail.com
Cuando en la tragedia “Romeo y Julieta” de William Shakespeare, Romeo es increpado por fray Lorenzo por su conducta suicida para que suelte el puñal que ha puesto sobre su pecho, Romeo llora por lo que ha hecho; ha matado en un duelo callejero a Teobaldo, primo hermano de Julieta, ahora su esposa.
Fray Lorenzo calma a Romeo argumentando que Julieta, a pesar de su dolor y tristeza, seguro no dejará de quererlo. ¡Eres afortunado! -le dice- porque no fuiste tú quien murió a manos de Teobaldo. ¡Eres afortunado! porque el príncipe sólo te ha desterrado y no sentenciado a muerte. Pocas horas después Julieta y Romeo estarán muertos y todos en Verona lo lamentarán profundamente. Todo lo que parecía bueno en el intenso amor de los jóvenes, pero viviendo en medio del odio de sus dos familias (Montesco y Capuleto), terminó en la tragedia que nos cuenta Shakespeare. La fortuna nunca estuvo con ellos.
¿Exactamente a qué nos referimos cuando hablamos de ser afortunados? Hoy la fortuna la entendemos como cierta clase de felicidad y dicha que nos proporciona el dinero, por ejemplo, o cuando se gana en algún juego o concurso por lo que se nos otorga un premio. También suele hablarse (como en el caso de Romeo) de ser afortunados en el amor cuando alguien nos ama, o gozar de buena salud y salir airosos de la muerte.
Tener un buen destino (no como el trágico de Julieta y Romeo) lo suponemos también afortunado.
Para hablar de fortuna los griegos utilizaban el término “eudaimonía” que más bien definía un estado de bienestar, armonía y equilibrio relacionado con un aspecto espiritual. “Daimón” en griego es espíritu. El prefijo “eu” define “buen espíritu”, y “dis” (disdaimón) “mal espíritu”.
Pero cuando la fortuna se relaciona con la felicidad, al carecer los dos términos de la misma raíz etimológica, aunque la palabra felicidad se relacione de manera paralela a la de fortuna; su sentido pierde distancia y se mantiene en la ambigüedad, cuando fortuna como la entendían los griegos, no equivale precisamente al de felicidad.
Por felicidad entendemos una suerte de gozo, gusto, satisfacción y placer que no siempre son buenos, sino a veces equivocados como en el caso de una adicción (droga, alcohol, tabaco, juego, sexo, comida) o el uso que a veces se le da al dinero cuando lo obtenemos de manera ilícita, o para comprar o pagar acciones humanas malvadas, degradantes, viciosas o perversas. El mismo diablo nos compraría con su dinero el alma. ¿Pero es el diablo afortunado?
A casi tres milenios de distancia de Hesíodo (s. VII a.C.), quien por primera vez usó el término eudaimonía, y 500 años luego de que Shakespeare (s. XVI d.C.) vuelve a utilizar el término para referirse a la situación de Romeo; la pregunta es ¿cómo nos definimos hoy nosotros dentro de la felicidad o la fortuna? ¿Cuántos de nosotros nos consideramos realmente afortunados en relación a la salud, el amor y el dinero? ¿Qué sería lo que hoy mejor define un estado de bienestar, placer y satisfacción?
Cuántos y por cuanto tiempo somos afortunados realmente. Un doctor eminente le dice a un hombre acaudalado que ha obtenido su fortuna por herencia de su padre, que tener tanto dinero sólo lo ha vuelto un parásito. Y que la vida no se trata de eso, sino de trabajar por algo y ser alguien de provecho para los demás antes de morir. Disfruto la vida más que tú -le contesta el hombre rico-porque el dinero me lo permite y con eso estoy contento.
Lo que queda claro es que el ser afortunados (dichosos) tiene más que ver con un estado del alma, por la esencia misma de su etimología. Y felices, por cualquier cosa que nos satisfaga, aunque con ello arriesguemos (como en el caso de las drogas, los excesos, el juego, la perversión o la glotonería) nuestra salud física, mental o emocional. Y de paso nos encontremos con el mismo diablo o la muerte.
¡Cuidado con la felicidad! Al menos con aquella que no guarda ninguna analogía con la fortuna.