Tumbado en la tierra

Jhonny Eyder Euán
jhonny_ee@hotmail.com

Caucel es una comisaría del municipio de Mérida donde es tradicional realizar corridas de toros y maltratar a los animales. Lo sé porque he vivido toda mi vida en ese lugar y he sido testigo de la tortura que sufren los toros y los caballos que participan en esos festejos. Mucha sangre, dolor y agonía es lo que viven los animales mientras las personas observan, beben cervezas o comen chicharra recién hecha.

Debo admitir que en mi infancia fui uno más de esos miles de espectadores que acuden al coso taurino para admirar el espectáculo y aplaudirle a los toreros cuando hacen sus faenas. Con más vergüenza admito que personajes de mi familia son ganaderos y algunas veces llevaron toros para ser lidiados durante las fiestas de la comisaría.

No sé cuántas veces colaboraron en esos actos de tortura animal, pero yo recuerdo una. Era un niño de doce años que iba como pasajero en una camioneta vieja que en la parte de atrás tenía como rehén a un semental blanco. El animal tenía cuerdas por doquier, podría jurar que respiraba con dificultad y que sus patas perdían sus fuerzas con el bamboleo del vehículo cercano a convertirse en chatarra y que transitaba como a 30 km/h como máximo.

Recuerdo a la camioneta entrar al coso para que bajaran al ganado y los toreros se encarguen del show. Debe ser frustrante que te liberen sólo para que un sujeto te moleste con su capa, y luego decenas de jinetes se acerquen a lazarte del cuello, los cuernos o las patas. Aquella noche eso pasó. Sin embargo, el animal no aguantó el sufrimiento y se quedó tumbado en la tierra, ante la mirada de unos casi cinco mil espectadores que querían ver ya al siguiente toro. Entonces, la camioneta volvió a entrar al ruedo para que un grupo de sujetos y algunos jinetes empujaran al animal a su celda. Pero el toro no quería moverse y la gente comenzó a chiflar y gritar que se llevaran a ese bulto viviente. De pronto, en un acto desesperado, un familiar me pidió a mí, al chico que solo estaba sentado de copiloto en la camioneta, que bajase para ayudar a los hombres que jalaban las cuerdas con todas sus fuerzas para subir al toro al vehículo e irnos.

Con un miedo escénico me bajé de la camioneta y caminé con las piernas temblándome. Por unos segundos fue como ser un artista de rock que aparece en el escenario de un estadio repleto con miles de personas gritando y que usaban sus teléfonos como lámparas. Pero después recordé que en un estadio no hay mierda, caballos ni toros que podrían embestirme. Apenas pude llegar, y cuando alguien me dijo que le jalase la cola al toro entré en pánico y, como el toro, me quedé tumbado en la tierra.

Hace muchos años que dejé de ir a las corridas y no he permitido que ningún animal lleve mis iniciales en su piel, pese a las tradiciones familiares. Hoy en día se me hace inexplicable que haya personas que sigan disfrutando las corridas de toros. Parece que esas fiestas nunca desaparecerán, pese a que, según datos del Partido Verde Ecologista de México (PVEM), en el país más del 70 % de la población está a favor de abolir las corridas. Pese, también, a que grupos de animalistas presionan a la autoridades para que se apruebe una iniciativa para prohibir las corridas. Me gustaría que se acaben las corridas de toros, pero no creo que suceda cuando hay estados en donde se les considera bien material y cultural.

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