Por Carlos Hornelas
El pasado lunes 18 de agosto, el presidente López Obrador en su conferencia de prensa mañanera expresó que “el pueblo está feliz, feliz, feliz. Hay un ambiente de felicidad, el pueblo está muy contento, mucho muy contento. Alegres. Entonces, no hay mal humor social”. De hecho, anticipó que esta situación puede considerarse una antesala de su informe de gobierno el próximo mes.
Ante la constante inseguridad que se incrementa dramáticamente, las proyecciones económicas que avizoran crisis, los reclamos justos por los feminicidios, las tensiones políticas en los partidos políticos, la migración contenida, la escasez de recursos para operar diversos programas asistenciales, entre otros, uno no puede más que dudar que el “sentir” del pueblo sea de felicidad.
Sin embargo, para tratar de empatizar con AMLO y entender cabalmente su mensaje, tal vez podría referirse a que el pasado 1 de agosto se informó que de acuerdo con el Happy Planet Index, México se encuentra en la segunda posición de los países más felices del mundo, solamente después de Costa Rica.
Dicho índice es un indicador que pretende centrarse en la calidad de vida y la huella ecológica en lugar de tomar en cuenta crecimiento económico o nivel de desarrollo. El índice multiplica el bienestar con la expectativa de vida y a su vez este producto es multiplicado por las desigualdades y dividido entre la huella ecológica.
A pesar de lo técnico de la metodología para lograr el cálculo, el informe concluye que, a fin de lograr un uso más racional de los recursos para lograr alcanzar mayores niveles de felicidad y menor deterioro ambiental, se debería suprimir la pobreza, mejorar la atención sanitaria, aliviar la deuda, entre otros rubros.
Entonces la duda regresa ¿por qué está feliz el pueblo con estas carencias? A veces uno tiene que decidir entre hacer lo correcto y encontrar la felicidad. Martín Serrano, un teórico de la comunicación dice que en su actuar el hombre se desliza entre los extremos del placer y la norma. Hay cosas que nos hacen felices, pero pueden ser inmorales, ilegales o simplemente egoístas. Por el contrario, hacer lo correcto a veces no nos proporciona placer. Nadie quisiera devolver la billetera que ha encontrado, pero es lo correcto.
Todo esto me hace pensar en El Príncipe Feliz, de Óscar Wilde. Se trata de un cuento que narra la historia de la estatua de un príncipe que en vida no se había percatado de la existencia de la injusticia y la crueldad. Desde el pedestal en la plaza, en contacto con el pueblo, se da cuenta de que, en su paso por palacio, sus subordinados le ocultaban las verdaderas condiciones de sufrimiento de sus gobernados. Se podría decir que pensaba que su pueblo era feliz, feliz, feliz.
La historia es una moralina que no detalla si el príncipe ignoraba la realidad a propósito o si acaso tenía otros datos. En este sentido, Wilde se adentra en los remordimientos posteriores a la debacle en lugar de describir la condición previa al colapso.
Cuando cobra consciencia de su error, le suplica ayuda a una golondrina para que le despoje de sus suntuosos adornos, que de nada le sirven en su situación actual y le solicita que los reparta entre los más necesitados. Al final, la estatua queda desprovista de oro y joyas y al llegar el invierno, a causa del frío, su fiel compañera muere en los labios del príncipe, cuyo corazón se quiebra de tristeza.
Al llegar el verano, el alcalde se percata del estado deteriorado de la estatua y la manda remover para acabar en el basurero de la historia.