Por: Marcial Méndez
El Covid-19 ha afectado virtualmente a todos los negocios, y el de la lucha libre no ha sido excepción. Las medidas de contingencia obligaron a la WWE, el gigante norteamericano de la industria, a realizar Wrestlemania, su evento más grande de cada año, de manera pregrabada y ante un público inexistente el pasado 4 y 5 de abril. Esto fue tanto una maldición como una bendición, pero, más allá del balance de lo bueno y lo malo, es indiscutible que dio pie a uno de los Wrestlemanias más particulares de la historia.
Empecemos por lo malo. En primera instancia, resultó evidente la terquedad de WWE por insistir en sus planes originales para el evento hasta que la situación los hizo imposibles: desde la intención de conducir el show en vivo en una enorme arena (como es usual) hasta la misma cartelera. Estos imprevistos y la falta de previsión resultaron en que los set-ups de ciertos encuentros en el programa resultaran improvisados. En una empresa de lucha que no se caracteriza por la calidad de su competición, la historia y las rivalidades son lo que salva los encuentros en el cuadrilátero (las pocas veces que alcanzan o sobrepasan lo decente), por lo que este año la calidad general resultó peor a la usual (que de por si es mala).
Sin embargo, la presentación fue lo que recibió el golpe más notorio. Incluso si todo lo demás falla, el escenario y el ambiente de Wrestlemania suele brillar lo suficiente como para sostener el show: el diseño del set, los fuegos artificiales y las interpretaciones musicales le otorgan su espectacularidad, mientras que el vitoreo y el abucheo del público exalta la percepción tanto de la audiencia en vivo como la de la que sigue el evento a través de una pantalla. Este 2020 no hubo nada de eso.
Aún así, algunos de los involucrados sí sacaron lo mejor de sí de una manera que solo era posible bajo estas circunstancias. Desde que semanas atrás se tomara la decisión de pre-grabar Wrestlemania, deseaba (más no esperaba) que aprovecharan la oportunidad para presentar un programa distinto y más fresco, utilizando las posibilidades que ofrecen la edición y la postproducción. Aunque al mayor parte del show no lo hizo, me alegró mucho ver tres “luchas” que sí sacaron jugo a la situación para hacer algo único y memorable: el combate de “último hombre en pie” entre Edge y Randy Orton, que traía una buena historia detrás y que construyó sobre ella en un espectáculo intenso, arduo y con buenos momentos de personaje; el encuentro entre AJ Styles y Undertaker, que fue grabado como si fuera una película de terror de bajo presupuesto (con todo y diálogos risibles) que, vea como se le vea, fue increíblemente entretenida; y, por último, la surreal confrontación entre el memético John Cena y Bray Wyatt, la cual destacó por encima de todas las otras no solo por la calidad de su bizarro montaje sino también por la manera en la que retomó la mitología tanto de sus personajes para construir sobre ella y contar una historia con un pasado y un peso que pocas veces se ve en la WWE.
De no haber sido por el coronavirus, el Wrestlemania de este año hubiera pasado sin dejar mayor huella, pero las circunstancias impulsaron (o tal vez obligaron) a la creatividad a surgir y, aunque sí resultaron negativas para buena parte del evento, también produjeron momentos inolvidables que no hubieran ocurrido bajo circunstancias normales.