Narrativa de muertos
Por Alejandro Fitzmaurice
No sé por qué se puso de moda, pero yo la leo y escucho en todos lados: “El gobierno aún no construye una narrativa convincente sobre Ayotzinapa”, “Ésta es la narrativa sobre lo ocurrido en Nochixtlán”, “Necesitamos una narrativa de paz”.
Según yo, hasta hace algún tiempo, el lugar de esta palabra –narrativa, por si se saltó tanto rollo– estaba exclusivamente en los salones de clases: “Lírica, drama y narrativa son los tres grandes géneros literarios”, dijo, alguna vez, cualquier profesor de literatura.
Tampoco es que me moleste. No soy tan maniático, pero tanta repetición me hace sospechar si no acabaremos por atribuirle milagros que no le corresponden. A fin de cuentas, su significado es sencillo: “Perteneciente o relativo a la narración. Género, estilo narrativo” o “Habilidad o destreza en narrar o en contar algo”, de acuerdo con la RAE.
Viene a cuento la anterior introducción porque no hallé mejor término para referirme a esa costumbre muy nuestra de explicarnos fenómenos no tan cotidianos con argumentos sobrenaturales.
Haga memoria: hechos como que se vaya la luz de repente, una ventana se cierre sola o un objeto se caiga sin aparente razón, suelen provocar que alguien explique el “misterioso evento” con razones de nuestra idiosincrasia propensa a imaginar que los muertos están hablando todo el tiempo: “Es que en este edificio se mató un albañil”, “Aquí antes era cementerio” o “Supe de una señora que escuchó aquí las canciones de la Trevi que tienen mensajes satánicos”.
¿Le ha pasado? A mí sí y me gusta contarlo: estoy en la Ciudad de México a medianoche tomando para quitarme el frío y hablando de mi abuelo fallecido con Esteban, mi primo, cuando a mis espaldas escucho como la puerta de la cocina se abre sola con un chirrido aterrador. Giro la cabeza y la puerta vuelve a cerrarse sola. “¿Aquí espantan, Esteban?” “No, pero hay cambios de presión que hacen que esa puerta se mueva sola”. Mi tío Reynaldo, ingeniero de los buenos y dueño de aquella casa, me confirmó aquel dato.
Escribo todo esto sin intención de quitarle sabor al tiempo de muertos, aunque sí me parece importante no vivir empantanados en la superchería y la mentira de lo sobrenatural.
Creo firmemente que quien pone un altar construye un puente con los difuntos. Creo en las almas que se guían por los olores para llegar a nuestras casas. Sólo no me trago el asunto de que todo el tiempo quieran decirnos algo, espantándonos como efecto colateral.
A todas estas, pensaba que pude haber elegido la palabra “historias” y no “narrativa” como título de esta entrega. Aquí nomás hay de dos: o soy farol o soy borrego.
Por esta vez, quisiera decantarme por la primera, aunque seguro soy un poco de ambas.