Verme en la Navidad

Mario Barghomz

mbarghomz2012@hotmail.com

En la ciudad de México donde viví por mucho tiempo (20 años), la Navidad para nosotros no existía. Era tanta la miseria y la pobreza de nuestra comunidad que Santa Claus siempre estuvo ausente. Tanto que ni siquiera se le mencionaba. Era raro ver que un niño recibiera juguetes ese día o que en nuestras casas hubiera un arbolito de Navidad, adornos navideños o preparativos para una cena familiar el 24.

Nada de eso ocurría en aquel entorno realmente humilde de niños miserables en medio de un páramo urbano, pero irónicamente felices. No recuerdo que nos quejáramos o comentáramos nada, porque ni televisión teníamos para mirar lo que hacían o ver cómo vivían otros entre los preparativos, los regalos, el festejo y la cena.

Aunque no disculpo a la pobreza porque la conozco en su ingenuidad y su ignorancia. Pobreza que vive a veces de la limosna, la lástima y la conmiseración de otros. Pobreza que limita nuestra mirada y nuestro juicio. Y miseria también a veces no solo económica, sino física o de ánimo, mental o del alma. Los griegos antiguos la llamaban Penia, y representaba el sufrimiento y la desgracia, la aflicción, el hambre y la pena.

Así como lo cuento la Navidad nunca sucedió en mi vida de niño, sino hasta mucho tiempo después, cuando pude tener hijos y el gusto de poder preparar un festejo y una gran reunión familiar para celebrar con una cena el nacimiento del niño Jesús, y que los más pequeños disfrutaran luego al día siguiente, desde temprano (siempre), el gozo de ver sus regalos puestos bajo el árbol.

Ahora que mis hijos son mayores y tienen sus propias familias, me gusta que celebren ellos a veces en su casa y con sus amigos estos días de fiesta, descanso y regocijo. La Navidad es precisamente para eso, para celebrar la comunión, la alegría y la esperanza, el nacimiento de nuevos días y la prosperidad deseada de un nuevo año.

Sé también que aquellos días que yo cuento nunca fueron de agravio ni de olvido de un Dios que nos cuidaba a su manera, estando siempre presente en nuestros juegos, nuestra inocencia y nuestra mirada infantil con que percibíamos el mundo. Y como en la historia de aquellos tres Reyes Magos, un día me encontré con su nacimiento en casa de mi madre (entonces ya tenía 30 años); el pesebre completo asentado sobre el heno que se había dispuesto junto con un gran árbol frente a la ventana. Recuerdo que cantamos villancicos, tomamos ponche y comimos pavo. Dios, ahora de otra manera, volvía a estar presente.

Y no había nostalgias por el pasado, sino buenos recuerdos de una miseria que me enseñó a valorar la carencia de donde surgió después mi fortaleza y carácter, me dio un propósito y el sentido último que toda alma busca en la vida.

El sentido de la Navidad no es otro que el de sentir la presencia de un Dios viviente entre nosotros. Toda cena, toda fiesta y cada regalo, cada abrazo y buenos deseos, deben emanar de este sentimiento de origen, renovación y cambio por buenos y mejores tiempos.

Los míos son hoy mejores, sin duda. Y Dios sigue estando presente. ¡Feliz Navidad!