El futuro se imprime en 3D

La luz es tan intensa que apenas deja abrir los ojos. Todo es blanco e inmaculado, casi celestial. Como geranios en un patio andaluz, en el interior de esta cápsula de papel de 20 metros cuadrados cuelgan 64 cámaras de fotos que cubren 360 grados de imagen. Pero el milagro se obra después: cuando se combinan las miradas de todos esos objetivos y una impresora inmortaliza el momento en tres dimensiones. ¿El resultado? Nuestro propio clon a escala, en cerámica y con todo lujo de detalles. O el de nuestros familiares.

Es la propuesta de MyMe3D, una empresa de Salamanca que imprime este tipo de recuerdos para que la memoria se pueda tocar. “Primero fueron las fotos, luego el VHS… Éste es el siguiente paso evolutivo”, cuenta con orgullo a este diario su fundador, Víctor José Gonzalo. “Viene incluso gente invidente con su perro. Les gusta mucho poder identificarlo en cerámica por el tacto”, añade. Su experiencia como distribuidor de impresoras 3D y su “mente inquieta” le sirvió para “detectar las señales del mercado”, afirma.

Mentes inquietas, como la suya, afloran a medida que la impresión 3D se abre paso. El fundamento de esta tecnología, al menos sobre el papel, es sencillo: diseñar objetos por ordenador y hacerlos filetes de forma virtual para que, después, una impresora que usa plástico fundido en lugar de tinta pueda crear cada una de esas capas, depositándolas una sobre otra de forma sucesiva hasta completar el objeto final. Como colocar los diferentes pisos de un sandwich. Es uno de los múltiples métodos que existen: otros, por ejemplo, utilizan un láser que va dibujando la figura sobre un lecho de material que solidifica o polimeriza en aquellos puntos donde impacta el rayo.

La tecnología no es nueva pero sí la gran variedad de sustancias que se puedan trabajar con ella, como resinas o polvos cerámicos. “La impresión 3D comenzó su curso en los años 80, cuando sólo existía una única tecnología con muy pocos materiales para crear un objeto”, explica Lucía Contreras, editora en jefe del portal sobre impresión 3D 3Dnatives. Pero eso ha quedado atrás. “Actualmente hay más plásticos, metales, cerámicos y hasta bio-materiales, como células humanas”, añade. Con estas últimas se espera desarrollar órganos artificiales.

Alternativa a los productos comerciales

La creación de software de código abierto -los programas informáticos- y la liberalización del hardware -los componentes físicos- para la impresión en tres dimensiones han abaratado el proceso. En el mercado se pueden encontrar modelos rudimentarios para el ámbito doméstico o de segunda mano por poco más de 200 euros, en webs especializadas o en los centros comerciales habituales. “En casa te vas a poder imprimir lo que quieras. En el futuro, hasta los muebles de IKEA”, avanza Miguel Ángel Gimeno, del centro especializado en impresión 3D de la Universidad de Salamanca, MEDIALAB USAL. Aunque avisa: “Sólo será una revolución industrial cuando la tecnología esté democratizada”. Un proceso que, para él, comenzó a gestarse “hace unos siete años”. Para Contreras, más que el acceso libre a programas o componentes, la clave es otra: “Actualmente aún es mucho más complicado aprender el proceso de creación en el ordenador que el proceso de imprimir”.

El hijo de Rafael Moreno, en San Javier (Murcia), nació sin manos a causa de un síndrome de malformación congénito justo cuando la impresión en 3D empezada a despuntar. Pero este pequeño de siete años heredó de su padre no sólo su nombre, sino también su determinación. “Desde hace dos años usa una prótesis comercial que cuesta 20.000 euros. Está subvencionada pero no es la prótesis ideal porque es pesada y sólo permite hacer movimiento de pinza”, comenta Moreno. A este padre le bastó un vistazo a internet para entender cómo la impresión 3D le podría ayudar, y en 2015 nació la Fundación RafaPuede para desarrollar nuevas prótesis con esta tecnología para su hijo y personas con necesidades similares, entre otros objetivos.

El principal problema de las prótesis infantiles es que deben adaptarse al crecimiento. “Si además se usan poco, lo que en realidad tenemos es un pisapapeles de 20.000 euros que, en el caso de Rafa, le obliga a desplazarse cada seis meses a Barcelona para hacer ajustes”, critica Vicente Muñoz, voluntario de la fundación. Por eso, durante la realización de su trabajo de fin de grado en Ingeniería Electrónica Industrial y Automática por la Universidad Politécnica de Cartagena, este joven -bajo la batuta de su profesor Joaquín Roca- se propuso modificar algunos de los diseños de prótesis libres de derechos que ya circulan por la red con el fin de reducir su coste y su complejidad estructural, mecánica y de programación. Por ejemplo, utilizando hilos de nylon y gomas para conseguir la flexión y estiramiento de los dedos.

Muñoz no se quedó en el intento y, gracias a las impresoras 3D de la fundación, a principios de este mes de octubre ya tenía listos dos prototipos de manos protésicas: una más sencilla que se sirve de la fuerza de la extremidad para ejecutar los movimientos y otra dotada de sensores y un software que convierten la diferencia de potencial eléctrico de la contracción muscular en los movimientos deseados. “Estas prótesis low cost aspiran a convertirse en una opción a las comerciales, especialmente en países donde el acceso a estos productos es limitado o no está cubierto por ayudas”, explica.

Todo el mundo aporta

En el ámbito de la impresión 3D la colaboración es tan importante como la tecnología. Bien lo saben en los FabLab, laboratorios de fabricación digital abiertos al público que fomentan el aprendizaje colectivo y el emprendimiento. La iniciativa germinó en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (Estados Unidos) y en poco más de 15 años ha florecido hasta sumar más de 700 centros de este tipo en todo el mundo.

“Desde pequeños nos han enseñado que, si no eres ingeniero o doctor, no puedes acceder a la investigación, pero aquí observas que cualquiera con un poco de idea puede montar un brazo robótico. Nosotros damos esa oportunidad”, dice Juan Carlos Pérez, técnico especialista de laboratorio del FabLab de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla, uno de los primeros en España -abrió en 2009-. Las charlas y los talleres son cruciales para acercar la tecnología a diferentes colectivos. “No hay que perder de vista que las máquinas son el pretexto para poner en contacto a personas de diferentes disciplinas”, dice.

En sus seis años de vida, en el MEDIALAB USAL también han seguido esta filosofía. “El objetivo es que la impresora 3D sea una prolongación de tus ideas“, comenta Gimeno. “Aquí enseñamos a montar una impresora 3D, mejoramos conceptualmente los proyectos que nos traen los usuarios y resolvemos sus dificultades técnicas”, indica. Al final, todos aprenden de todos. Por eso le molesta que algunas empresas “saquen partido del conocimiento de la comunidad que te da apoyo”. Se refiere a la comercialización de impresoras 3D inspiradas en los diseños que otros miembros han creado y difundido de forma altruista. Se lamenta ante lo que califica de “batalla perdida” pero reconoce que “las grandes empresas tienen más posibilidades de crear mejores productos y eso, en cierto sentido, fortalece el avance”.

Incluso en el espacio

Distinto es el caso de la empresa estadounidense Made in Space, Inc. Ha colaborado con la NASA en el desarrollo de las dos impresoras que actualmente están instaladas en la Estación Espacial Internacional. “Al trabajar con la NASA, estas tecnologías se desarrollan a fin de requerir menos potencia y tamaño, a la vez que se incrementa su autonomía, su robustez y la variedad de materiales que pueden emplear. Todos salimos ganando”, explica a EL MUNDO Niki Werkheiser, directora del proyecto de la NASA sobre la fabricación en el espacio In Space Manufacturing.

Los beneficios en el espacio son los más espectaculares. “La capacidad de producir bienes a la carta donde y cuando se quiera es particularmente relevante cuando hablamos de exploración espacial, donde la cadena de suministro es muy limitada porque todo lo que se necesite hay que enviarlo desde la Tierra”, explica Werkheiser. Un proceso costoso, arriesgado y que obliga a desplazar grandes cantidades de bienes. Todo esto podría cambiar.

“En 2014 hicimos historia cuando manejamos la primera impresora 3D en la Estación Espacial Internacional. Esta tecnología mejorará para siempre la forma en que vivimos y trabajamos en el espacio y, a la larga, proporcionará la tan ansiada solución para hacer sostenible la exploración espacial humana”, asegura Werkheiser, interesada en la posibilidad de fabricar herramientas, repuestos e incluso componentes de satélites. Piezas que, a diferencia de las que se envían desde la Tierra, no se verán alteradas durante el proceso de escape de la gravedad en los lanzamientos.

Sin embargo, lo que más entusiasma a Werkheiser es ser testigo del siguiente instante: “Esa primera llamada que recibamos de los astronautas pidiendo una pieza en la que ninguno de nosotros habíamos pensado; ésa parte que nadie predijo. ¡Y eso puede pasar!”, exclama. Es otra forma de decir que la impresión en tres dimensiones no tiene más fronteras que las que imponga la imaginación.

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