Arriba el polvo

Jhonny Eyder Euán
jhonny_ee@hotmail.com

En un corral repleto de polvo y estiércol hay veinte reses, cinco adultos y un par de niños que no le temen a la vida, a las vacas ni al sol que quema y hace sudar sus inocentes rostros. Son dos niños que, sentados en lo alto de un muro, observan como sus padres y hermanos lazan al ganado para luego derribarlos. Ambos esperan su momento para ser partícipes de una actividad que ocurre como dos veces al año y que es motivo de convivencia.

Mientras los adultos se ocupan de las vacas, en un tinglado hay un grupo de mujeres que preparan tacos de chicharra y un par más se sirven pozole para tomar mientras llega la hora del almuerzo. Es mediodía en un lugar apartado de la civilización. A los lados sólo se ven ramas, árboles, algunos iguanos y bichos voladores que se pierden entre espinos y rocas.

Hay mucha tierra roja y el calor es sofocante, tanto que los hielos de las neveras no tardan en volverse agua. Todos usan gorra o sombrero, menos el par de niños que siguen observando con admiración y alegría el accionar de los adultos. Cuando una de las vacas es aprisionada por las cuerdas lucha por liberarse y huir lo más lejos posible de quienes pretenden quitarle su tranquilidad.  Sin embargo, difícilmente pueden hacerlo cuando les aprietan el cuello y les atan las patas hasta hacerlas caer al suelo.

La caída de las reses es la señal para que los niños se bajen del muro y vayan corriendo al centro de la acción. Entonces, los chicos colaboran en el trabajo rudo. Su tarea es la de acostarse o sentarse encima del ganado para que sea mayor la fuerza que retiene en el suelo al animal. Ambos niños optan por sentarse y sujetarse con todas sus fuerzas de las cuerdas o las patas del animal. La misión de los chicos dura unos segundos, pues cuando el ganado haya sido marcado en la piel será liberado de las cuerdas.

Mientras los adultos se dan un respiro, los chicos corren a su palco de lujo para esperar un nuevo turno. Ambos suelen reírse cuando alguien hace un mal lazo o un becerro se cae de bruces en su carrera por la salvación.

Los niños no son parientes ni se conocían antes, pero ahora se hablan como los amigos a los que les emociona lo mismo: estar sentados bajo el sol mientras otros lazan y marcan al ganado. A su corta edad ese tipo de cosas les atrae, aunque puede que con el paso de los años las cosas cambien mucho.

Cuando la jornada de marcas acaba y los tacos están listos, los adultos se reúnen en la sombra, donde una mesa portátil es colocada para que todos puedan comer y convivir. Antes de probar la chicharra, uno de los chicos fue a buscar el teléfono que estaba en su mochila. Al regresar con los demás, el niño del teléfono se acerca a su nuevo amigo.

—Pásame tu número para que te marque y así guardas el mío— dice sin dejar de ver la pantalla de su móvil.

—No tengo celular—le responde apenado el otro niño.

—No te creo, todo el mundo tiene celular. Si tú no tienes, no eres nadie.

Cuando el sol comenzó a ocultarse entre la selva de ramas del lugar y los autos se encendieron para regresar a la carretera, ya no quedaban rastros de la amistad que parecía formarse en el muro, allá arriba del polvo, el estiércol y las vacas.

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