Carlos Hornelas
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En la obra de 1971 “El congreso de futurología” de Stanislaw Lem, quien también escribió “Solaris”. Ijon Tichy , el protagonista, es parte de los asistentes a un Congreso en el que se debate la posibilidad de colonizar otros planetas y la incorporación de la tecnología en la vida humana. Mientras el congreso ocurre en un lujoso hotel, donde se encuentran quienes dominan el destino de la humanidad, afuera los manifestantes hacen saber su descontento y su disidencia.
Entonces la policía dispersa gases tóxicos que les provocan alucinaciones para controlarlos. Ijon Tichy los respira por casualidad y sus alucinaciones nos provocan a los lectores, cuestionar la idea de progreso, de la tecnología y de los alcances del conocimiento humano.
En una suerte de re-edición del Congreso de Lem, Netflix tiene una joya en su catálogo, protagonizada por Robin Wright, que presenta a una actriz al final de su carrera, a quien los estudios cinematográficos le hacen una oferta: escanear y digitalizar todo su cuerpo y sus expresiones, sus movimientos, para crear un avatar digital que puedan usar libremente en nuevas películas sin necesidad de su presencia o intervención.
Así, la actriz podrá aparecer en filmes de alto riesgo sin exponer su cuerpo. O bien exponer totalmente su cuerpo en filmes de adultos sin tener dicha experiencia en el cuerpo propio. Después de 20 años, los estudios la llaman para firmar un nuevo contrato. En esta ocasión los espectadores ya no quieren estar del otro lado de la pantalla, ahora se les ofrecerá cambiar su apariencia en un mundo digital para tener la del artista que deseen y experimentar en ese avatar las sensaciones de su ser. Es mucho más allá de una forma de entretenimiento inmersivo, es la posibilidad de experimentar a la persona en ciertas circunstancias. Mientras, afuera, los manifestantes artistas están en contra de lo que denuncian es otra forma más acabada de explotación, manipulación y entretenimiento. Detrás de todo está la sombra del control de las masas y la generación de su abulia política.
Más allá de las clásicas pantallas verdes usadas en el cine, la última tecnología en la ciudad, como le llama Nicolas Cage, ha hecho su debut durante la pandemia, coincidente con la huelga de escritores y actores. Se trata de la EBDR, en inglés Employment – Based Digital Replica, que consiste en el escaneo digital del cuerpo y expresiones de un actor a fin de obtener la información suficiente para insertar su apariencia en un filme sin necesidad de hacerle ningún llamado al set o grabarlo en persona.
Esta tecnología, le advierte Cage a los actores, “quiere tomar tu instrumento”, los estudios quieren el poder de cambiar tu apariencia, tu actuación, tu lenguaje corporal. En suma, hacer al actor irrelevante. Con ello pueden insertarlo en filmes que no pondrían su persona en riesgo o en papeles que no necesariamente habrían considerado adecuados.
Esto es algo que la industria del entretenimiento veía venir desde hace algunas décadas. Sin abundar en sus posibles efectos o en la cuestión de derechos de imagen, de autor, de intérpretes ejecutantes u otros tantos, ¿dicha cuestión quedará contenida en el mundo del cine? ¿Podríamos crear un personaje de un ser humano real para impactar en los consumidores o el electorado? ¿Eres tú la imagen que los demás tienen de ti?