Mario Barghomz
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Para la ciencia neurocientífica la consciencia sigue siendo una incógnita, un enigma. ¿En dónde está? ¿Cómo es que a veces aparece y otras desaparece, o simplemente no está? La consciencia, eso sí, hoy nos queda claro, aunque por supuesto quizá nos equivoquemos; no es un órgano ni una glándula (no es la glándula pineal como pensaba Descartes), una célula o un grupo de neuronas reunidas en alguna parte de nuestro cerebro. Es algo que hasta hoy no hemos podido determinar ni definir de una manera más física, racional o lógica, mucho menos metafísica y más científica.
Los únicos datos que tenemos de ella devienen no de la ciencia, la medicina o la psiquiatría, sino de la filosofía. Fue Platón el primero que indagó sobre ella sin que le atribuyera el nombre de conciencia. Platón hablaba de una idea, de un pensamiento que determinaba nuestro comportamiento o destino. Aunque para él la consciencia era el alma en sus tres rangos de estancia en nuestro cuerpo: lo irascible, lo concupiscible y lo racional.
La consciencia como tal sería esta última; lo inteligible y racional. Los otros rangos de ella serían desviaciones o perturbaciones, a lo que la psicología popular llama hoy inconsciente. Y hoy mismo hablaríamos como lo hizo Platón hace 2 mil quinientos años; de nuestras desviaciones conscientes. De aquello que no está bien, que no es moral ni ético, sino sólo una acción determinada impulsada por nuestras reacciones o instintos, por nuestras perturbaciones.
Lo “inteligible” desde la perspectiva platónica es nuestra capacidad de pensamiento, nuestra virtud racional propia de nuestra misma naturaleza humana. Ser éticos o morales tiene que ver con nuestro nivel de conciencia. No serlo sería inconsciente. Y es dentro de este mismo plano que la ciencia se ha preguntado de qué depende ser consciente, y de qué no serlo. ¿Dónde se ubican estos planos y qué los determina? Pensamientos, sentimientos y emociones por supuesto están involucrados. Y al estarlo; involucran a toda una red sistémica, tanto orgánica, como mental y emocional.
Aunque también por una parte está la “consciencia de sí”, de nosotros o de nuestro ser mismo. Ser conscientes de lo que somos y cómo somos; de nuestro ser en cuanto ser -dice Aristóteles en su Metafísica-. Y por otro lado está la conciencia de lo que hacemos, de donde se derivan la cuestión moral y ética que involucran las acciones que nos vinculan o nos desvinculan de los otros.
La maldad y la hipocresía, por ejemplo, serían rangos de una conciencia inmoral; de hacer daño o causar dolor a otro. Un ser consciente es un ser que sabe y que entiende la diferencia entre el bien y el mal, entre lo bello y lo perverso.
Siguiendo el argumento platónico; entendemos que finalmente es nuestro pensamiento (nuestras ideas) lo que determina nuestra vida. Nuestra consciencia de sí (lo inteligible) y de aquello que bien o mal guiará nuestro destino. Será nuestra propia consciencia (nuestra manera de ser, pensar o sentir), en este sentido, lo que nos haga actuar por apariencia (mentira) o la justa idea de una verdad evidente a lo que Platón llamará inteligible, bello y sublime.
Consciencia en muchos sentidos es pensar, sentir y actuar, hacer o percibir una situación determinada por nuestros mismos sentidos. Tal es así que perder la consciencia es perder el sentido (dejar de sentir). Estar o ser inconsciente es no oír, no ver o no sentir aquello mismo que se hace o aquello de lo que uno queda ausente.
Estar o ser consciente es estar vivo, pleno, lleno de juicio y perspectiva; tanto para el bien de uno mismo como el de los demás.