La deslegitimación del contrario

Carlos Hornelas
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Giacomo Marramao tiene un brevísimo opúsculo llamado “Sobre el síndrome populista” que no tiene desperdicio. La tesis central de su obra se basa en que los actuales adversarios en los procesos políticos sean partidos, movimientos o personajes a título personal, no orientan más sus acciones a la legitimación de sus ideas y programas, sino más bien a la deslegitimación del contendiente.

Dicho de otro modo, ya no se trata de tener la razón, sino de demostrar que el otro está equivocado. Al parecer la situación es una nimiedad, pero en realidad el fondo es verdaderamente preocupante por muchas razones.

La primera de ellas es que, si se adopta esta estrategia para “jugar” en la arena política, resulta ocioso construir una plataforma ideológica / política sustentada por principios o por valores trascendentales que sirvan como horizonte y distingan a una opción de otra. Por el contrario, si se busca deslegitimar al otro, se puede conseguir el cometido solo siendo reactivo a sus movimientos, ideas, posicionamientos, aunque en realidad no exista propuesta alternativa.

En segundo lugar, en la política se solía reconocer que el otro contendiente en pugna, era verdaderamente una opción que se tenía que superar a fin de lograr el favor del electorado, es decir, la legitimación de los programas tenían como base el reconocimiento de una competencia por ofrecer los mayores beneficios para la población, sentando como base que dicha sociedad es perfectible y la originalidad de las soluciones y propuestas está al servicio de todos.

Con la deslegitimación y la guerra de lodo, los principales perdedores son los ciudadanos quienes han roto los vínculos de confianza con los partidos políticos dando origen a una crisis de representatividad y a la duda sistemática sobre cualquier político y programa. El electorado no tiene claro cuál es el mejor, más bien vive profundamente confundido al no poder distinguir cuál es el “menos peor”.

En el caso específico de nuestro país, es verdaderamente desconcertante como el presidente ha decidido desde el primer momento de su mandato, hacer del gobierno en el cual debiera privar la neutralidad y la mesura, un parapeto de interdicción partidista afín a su propia facción y mañana tras mañana se dedica a descalificar a quienes llama sus adversarios políticos.

La expresión es a todas luces inadecuada porque él ganó las elecciones, nadie más está compitiendo con él por nada. Y menos todavía cuando ha conseguido la máxima tribuna y que ha sido ratificado en una consulta que podría haberle revocado el mandato.

Con lo cual no tiene “adversarios” sino opositores. La corrección lingüística no es un asunto menor porque a través del mismo lenguaje enfatiza que quienes se oponen a su particular visión pueden ser considerados ilegítimos o fuera de toda norma.

Esta cuestión en particular es analizada por diversos teóricos de la soberanía como Carl Schmitt o Giorgio Agamben. Soberano es aquel que puede decidir sobre el estado de excepción, es decir, que tiene el poder para decidir en última instancia y con la mayor potestad posible qué es legítimo a partir de la superior capacidad de interpretar normas que suponen un orden superior al jurídico, a las cuales puede invocar a fin de “restaurar”, “corregir” o “instaurar” el “orden preciso de cada cosa”.

Este discurso, como se puede colegir, asigna el lugar de la razón, la corrección, la oportunidad, la diligencia y sapiencia a quien detenta el poder, en detrimento de quienes no pertenezcan a su facción. Con lo cual solo afirma al mandatario discursivamente, pero no legalmente. Este artilugio ha sido utilizado no solo por dictadores sino por populistas, tanto de izquierdas como de derechas quienes siempre dicen hablar por otros y no nos dejan escuchar todas las voces.