Más allá de la música, más allá del color

Por Manuel Alejandro Escoffié

Para noviembre próxima habrán transcurrido ya cuatro décadas desde el debut en los escenarios londinenses de la obra “Amadeus”, escrita por Peter Shaffer. Sin embargo, no concentraré mis letras en la trama de la obra, su adaptación cinematográfica de 1984 cuyo éxito demostró ser instrumental para convertir al legado musical de Mozart en una parte de la cultura popular (¿Recuerdan a Falco y su sencillo “Rock Me Amadeus”?), o inclusive cuanto adoro personalmente a las dos. Si me molesto en mencionarlas, es para dirigir la atención hacía un detalle que muchos hallarán inaudito: En la más reciente reposición de la obra, Salieri fue interpretado por… (suspiro de shock) ¡un actor de color!!

“No puede ser” – de seguro ya empezaron a gritar a los cielos – “¡Es inaceptable! ¡Antonio Salieri no era negro! Era italiano. No estamos hablando de un mero personaje ficticio al que arbitrariamente se le puede cambiar la etnia por corrección política. Salieri fue una persona que en verdad existió y que perteneció a una raza particular. Ver a un afroamericano pretendiendo ser él no sería realista”.

En primer lugar, aclaremos que Lucien Msamati, elegido en aquella ocasión para encarnar al celoso compositor, nació en el Reino Unido y fue criado en Tanzania. Interesantemente, es también el primer actor no caucásico en encarnar a Yago en “Otelo” de Shakespeare. Y en segundo lugar… ¿Es Salieri un personaje “realista”? O más bien, ¿es la representación dramática de este ser humano de carne y hueso “realista” en algún sentido? De hecho, ¿es “Amadeus” una obra “realista”? ¿Tiene la intención de serlo? Y a todo lo anterior, ¿qué entendemos o queremos entender por tal vocablo? Si pretendemos determinar si es o no “históricamente objetiva”, podríamos decir que lo es tanto como puede serlo la narración en primera persona de un anciano amargado y traumatizado en su lecho de muerte, tratando de rememorar sucesos en teoría ocurridos treinta años atrás. Por otro lado, en caso de que la palabra quiera ser sinónimo de “históricamente precisa”, podría merecer ser vista así en la misma medida en que también lo merece una ficcionalización cuyo punto de partida para usar a personajes verídicos consiste no en una biografía o investigación sobre ellos, sino en una indemostrable leyenda urbana (Específicamente, la de Morzart muriendo envenenado por Salieri).

Por fortuna, ninguna de estas preguntas importa en realidad. Porque ni Wolfgang Amadeus Mozart ni Antonio Salieri importan tampoco. Por lo menos no en esta obra. Ellos no son más que pretextos. Peones. Instrumentos dispensables de los cuales Shaffer dispone para sus intereses; justo como el propio Salieri termina sintiéndose utilizado en aras de los de Dios. Si no hubiesen existido, Shaffer aun así los habría inventado para demostrar en el espacio escénico no verdades específicas de sus respectivas circunstancias históricas, sino verdades generales más fuertes, relevantes y verdaderas que ellos mismos, su música o el color de su piel. Entre ellas, que la distribución del talento es ciega hasta lo amoral. O hasta lo injusto, inclusive. Reduciéndolos a lo arquetípico, Shaffer los eleva hasta lo universal. En ese sentido, todos podemos ser Mozart. Y desde luego, todos solemos ser Salieri. Por lo tanto, todos podemos encarnarlo. Y, sobre todo, comprenderlo. Después de todo, ¿qué otra experiencia tan humana y común puede haber como la de ser uno más entre los tontos de Dios?

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