Es preciso como la mecánica de un reloj. Alguien, usualmente una mujer, acusa a alguien más, usualmente un hombre, de depravación sexual, acoso o violación. U otro feminicidio más llega a las portadas de los diarios. No tengo que especificar un caso –alguno habrá para cuando se publique esto-.
Contra las olas de “hermana, yo sí te creo”, y empoderados por un falso sentimiento de fraternidad masculina, se escabulle en el debate un Escuadrón de Defensa listo para proteger con toda la fuerza de sus teclados la reputación de hombres que no conocen y -claro – culpar a la víctima.
Además de llamarles machistas y retrógradas (que sí lo son, y mucho) vale la pena también sentarse a reflexionar por qué emiten ese juicio. Hay detrás mecanismos de poder patriarcales, sí, pero hay más. El odio con frecuencia nace del miedo y el miedo de la ignorancia. Quienes culpan a la víctima ¿qué temen y qué ignoran?
Algo nos traemos muy al fondo del psique colectivo, que nos encanta culpar a la víctima. Que si la violaron ¿qué hacía ella afuera vestida así a esas horas de la noche?; que si los disolvieron en ácido ¿qué hacían en territorio narco?; que si lo llenaron de plomo para alejarlo de la tinta ¿quién lo llamó a que se hiciera periodista?
Es autodefensa psicológica. Racionalizamos que esos que sufrieron algo habrán hecho para merecerlo, para convencernos de que la justicia es absoluta.
Seguro las víctimas en algún lugar estaban metidas, con alguna chusma se juntaban, algo hacían que no debían. Por eso les pasó.
Culpamos a la víctima porque es reconfortante. Porque crea la ilusión de que las consecuencias son coherentes, hace el espejismo de que no nos puede pasar nada porque no hacemos ninguna de esas calumnias indecorosas que les inventamos a los perjudicados. Nos cegamos en ese velo inocente y reconfortante, esa falsa creencia de que las cosas malas solo le pasan a los malos.
O si no, ¿qué? ¿que a un cualquiera que no hacía nada malo le pueden descender todos los infiernos como si nada? ¡No! Yo soy un cualquiera que no hace nada malo, uno más, ¡no me puede suceder!
Culpamos a la víctima porque tememos pensar que lo malo le pueda suceder a un inocente, tememos que nos pueda pasar. Culpamos a la víctima porque ignoramos, o preferimos ignorar, que es exactamente esa la realidad.