Carlos Hornelas
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De acuerdo con la policía, encargada de investigar el caso de la masacre más reciente de Texas, el tirador habría estado en contacto a través de WhatsApp con una amiga a quien le compartió sus planes antes de realizarlos, y con la que tuvo comunicación hasta la culminación del ataque.
No ha quedado claro cómo es que la policía obtuvo los mensajes de la aplicación. Suponemos que, como parte del debido proceso, habría obtenido una orden de un juez para realizar el escrutinio forense del teléfono celular, o bien, habría solicitado a la compañía subsidiaria de Facebook los registros correspondientes.
WhatsApp por su parte, despliega en la pantalla que cada una de sus conversaciones está cifrada de extremo a extremo y que ni la misma compañía tiene acceso remotamente al contenido compartido entre los usuarios de la aplicación.
No sabemos si las filtraciones sobre estas conversaciones tendrán alguna consecuencia legal a posteriori, lo que llama la atención es la rapidez con la que se ha conocido su contenido.
Asimismo, es de llamar la atención que en días recientes y en vísperas de una contienda electoral, se haya conocido el contenido de diversas conversaciones de Alejandro, “Alito” Moreno, que han terminado por sembrar dudas sobre su rectitud, por decirlo de algún modo. Sin entrar en detalles sobre estas conversaciones ni defender o condenar lo que es ya de todos conocido, la misma cuestión sale a relucir: ¿cómo se obtienen dichos audios?
Se supone que bajo el techo de la tecnología digital las comunicaciones se encuentran a buen resguardo de miradas ajenas y que la secrecía está garantizada: se supone que con estos equipos, intervenir una comunicación no es tan sencillo como antes, cuando alguien levantaba el auricular desde otra habitación o cuando pinchaban la línea desde fuera de la casa para realizar escuchas clandestinas.
Por supuesto que nada tienen que ver un tirador y un político, ni las compañías por las cuales entablan sus comunicaciones. No obstante, la privacidad de sus contenidos ha sido vulnerada en uno y otro caso.
No nos extraña la manera en la que se dan a conocer los contenidos de estas comunicaciones ni nos cuestionamos acerca de la licitud o moralidad con la cual se publican en los medios de comunicación o en las redes sociales.
Nos hemos acostumbrado a estar todo el tiempo bajo el escudriñamiento de una vigilancia constante ejercida sobre nosotros como si fuéramos unos cuyos de laboratorio. En las calles las cámaras registran nuestros trayectos, en el aeropuerto realizan el reconocimiento facial para identificarnos, en los centros de trabajo ingresamos con lectores biométricos, sean huellas dactilares o cámaras que registran nuestro rostro.
Es relativamente fácil para nuestro empleador saber cuánto tiempo permanecemos en una determinada aplicación o página web desde la computadora del trabajo.
Para la sociedad civil todos sus miembros son transparentes: pueden ser identificados, monitorizados y localizados en un determinado momento. No somos invisibles.
Pero no sabemos quienes nos miran. El poder, que no reside en una persona o corporación, nos vigila desde diferentes trincheras: nuestro rastro en la web, el tiempo de ocupación en la computadora del trabajo, la forma de circular en la calle, los movimientos sospechosos de un comprador dentro de un almacén, el dinero que transfiero a mi psicólogo.
Para los poderosos somos transparentes y predecibles. Los poderosos son para nosotros opacos, imposibles de identificar. No sé quien tiene mis datos personales. La privacidad es la primera libertad que parece ceder terreno ante la sociedad tecnológica de este siglo. Y sin privacidad, el ser humano no puede realizarse autónomamente.