Carlos Hornelas
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Un fantasma recorre el mundo. Se trata del populismo. No lo habíamos tenido tan presente desde el término de la Segunda Guerra Mundial en la cual parecía que las tentaciones antidemocráticas habían quedado conjuradas, cuando menos en los sistemas políticos formales que se habían robustecido con medidas de equilibrio entre los poderes y con instituciones vigilantes de los procesos ciudadanos. O al menos eso creíamos.
En una suerte de regresos (aunque por ahí se afirme que nunca segundas partes fueron buenas) el panorama se llena de protagonistas que ya habíamos visto interpretar su papel en una obra anterior.
En el país en el cual iniciaron las repúblicas modernas y se dice el paladín de lo que llaman la “democracia”, Trump ha amagado con volver a la Casa Blanca. No hay, hasta el momento, figura que le haga sombra en el partido republicano, que, lo quieran o no, baila al son que le venga en gana.
La política alrededor del mundo se ha re-escrito desde que Trump inició su campaña presidencial y su legado no ha tenido las mejores calificaciones. Considerado alguien ajeno a la política, un “outsider”, un “disruptivo”, un marginal, se ha impuesto a través de su carisma, de su repertorio dicharachero, de su paranoia a la prensa, de sus falacias y su desprecio a quienes no ve como iguales: en su credo, en su raza, en sus ideas, en sus modos.
Al final, derrotado por la realidad se ha inventado una conspiración galáctica que le arrebata su lugar en el mundo. Ha clamado lastimeramente su triunfo robado en un fraude en las urnas y ha llamado a derribar las instituciones que le impiden su regreso. Hoy enfrenta las acusaciones de llamar a la insurrección y de tramar un intento golpista.
Jorge Vestrynge habla de dos tipos de populismo. Llama al primero populismo plebe. Es el movimiento encabezado por un líder que dice representar legítimamente al pueblo y que a favor del mismo se propone terminar con las castas gobernantes que han impedido el desarrollo y la democracia del país. Hay quien llama a esto “populismo de izquierda”.
Al segundo tipo de populismo se le denomina “nacional populismo”. En este caso el líder enarbola las ideas de un sector de la población que se dice depositario de bienes o tradiciones exclusivas de la región y en cuya protección han decidido tomar el control de gobierno a través de una “élite al servicio del pueblo”, que echará al gobierno inepto que usurpa su divino estamento.
Sin afán de corregir la plana al politólogo, hay quienes señalan un tercer populismo en el cual retratan a un líder mesiánico que dice encarnar la voluntad popular y la pureza de las virtudes políticas, sociales y morales, a quien se le conoce como “caudillo”.
Las tres formas de populismo están presentes en el mundo: el populismo plebe, el nacional populismo y el caudillismo. Son resultado de una ciudadanía desinteresada en la política, la falta de formación de cuadros, la escasa profesionalización de los políticos y el tremendo fracaso de los partidos políticos como representantes del pueblo.
El fin de semana en Italia, Giorgia Meloni y su partido, los Hermanos de Italia se alzaron con el triunfo en las elecciones, un partido que más que populista ha recibido el mote de “neofascista”. Su triunfo ha dado fuelle a la ultraderecha, Marine Le Pen en Francia se ha congratulado y no olvidemos que estuvo a nada de ganarle a Macron. Su clave ha sido posicionarse en la mente de los inconformes y de quienes rechazan la globalización. Así como sucede en Hungría con Víktor Orbán, el Viktator, o en Polonia con Jarosław Kaczyński. Mientras que el populismo de izquierdas podría verse en América con Gustavo Petro en Colombia o Gabriel Boric en Chile y tal vez, nuevamente, Lula en Brasil.