Por Alejandro Escoffié
En “¡Salve, César!” (2016), comedia de los hermanos Cohen, un cura católico, un jerarca de la Iglesia Ortodoxa, un pastor protestante y un rabino judío son convocados a la sala de juntas en un estudio de Hollywood. A cada uno se le ha dado a leer el guion de una épica bíblica próxima a estrenarse, con el objetivo de someterlo a su aprobación.
Lo que debería ser una exposición de opiniones para asegurarse de que la película carezca de elementos incomodos a la sensibilidad del espectador promedio degenera en minutos a un fútil debate respecto a la naturaleza de Dios; sin que ninguno de los presentes llegue a un consenso. Esta escena, además de ilustrar en modo muy entretenido el por qué hablar de un “único” dios equivale a caminar en círculos, oculta a plena vista una razón muy específica por la cual no vemos en la sala a un representante del islam. A diferencia de Mahoma, a quien su arraigado sentido del aniconismo (prohibición dogmática de representar gráficamente a dioses, profetas y otros seres divinos) le ha truncado cualquier oportunidad de una carrera fílmica, su homólogo judeo-cristiano rara vez ha demostrado renuencia a dejarse capturar por las cámaras.
Lo anterior de ningún modo lo hace un personaje fácil de escribir, someter a un casting, dirigir o interpretar. Semejante papel plantea inconmensurables interrogantes a cualquier actor de método. Entre ellas, ¿a qué emociones y recuerdos podría éste recurrir para tener una remota idea de lo que significa ser omnisciente, omnipotente y eterno? Por otra parte, esto jamás ha sido obstáculo para que muchos asuman el desafío. La cantante Alanis Morrissette, por ejemplo, fue elegida por Kevin Smith para encarnar a una versión femenina en “Dogma” (1999) gracias a muchas referencias de la propia artista respecto a su fe en sus entrevistas y canciones. Otra selección poco convencional se halla en “Rompiendo Las Olas” (1996) de Lars Von Trier; donde Dios existe en una mujer físicamente idéntica a la protagonista. Ambos ejemplos ilustran lo lejos que estamos ya de los días del cine mudo donde Dios nunca se daba el lujo de hablar más que mediante cuadros de texto; así como a inicios del sonoro, en los cuales, si era necesario escuchar su voz, casi siempre terminaba siendo resonante, imperativa, masculina y con un acento británico o sureño; no muy diferente a John Houston en “La Biblia: El Principio” (1966) o la malhumorada animación en “Monty Python & el Santo Grial” (1975).
Mi enfoque preferido suele ser similar al desarrollado por la serie televisiva “Joan of Arcadia” (2003 – 2005). Dentro de la misma, una adolescente es contactada por un Dios que adopta varias formas humanas; desde un afinador de pianos hasta un reparador de líneas telefónicas. Esta representación fue en su momento acusada de ser demasiado ecuménica, hasta el punto de lo secular. Sin embargo, aún si los ejecutivos se hubiesen tomado la molestia de contratar a alguien para interpretar a un anciano de barba larga y blanca, ducho que el resultado hubiese sido menos “ofensivo”. Al menos para un servidor. Porque pese a no ser creyente, siento mucho respeto por Dios como para tomar demasiado en serio cualquier pretensión de darle voz, cara y personalidad a través de lo que, al final del día, no veo más que como un inútil ejercicio de auto-proyección. Tan inútil como quedarse hasta el final de cierta junta con cuatro religiosos de diferentes denominaciones en la ciudad del oropel.