El secreto de la vida

Por Mario Barghomz

A lo largo de nuestra vida, poca o mucha, buena o mala, una de las principales preguntas que se generan ante una situación adversa es: si vale la pena seguir viviendo. Sobre todo cuando aparece un gran dolor o un diagnóstico de muerte.

¿Para qué o por qué? ¿Con qué sentido? La vida no siempre es lo que queremos, no siempre es lo que esperamos o deseamos, y ni siquiera está ahí para complacernos. Sin embargo, a la gran mayoría de los seres humanos, como sea (arriba o abajo), ¡nos gusta vivir!

Por eso cuando algo no anda bien con nuestra salud nos preocupamos. Enfermarnos nos asusta, nos deprime, nos relega, nos confronta. La enfermedad (cualquiera) nos aísla y nos somete dejando ver la parte más vulnerable de nuestra persona.

Pero también en la vida hay dos tipos de enfermos: aquellos que se lamentan y se dejan someter por la enfermedad, y aquellos otros que luchan.

Alessandro Cevenini enfermó un día de cáncer a los veinticuatro años de edad. Su diagnóstico: leucemia. La historia del libro que él mismo escribió sobre la enfermedad (El secreto es la vida; Edit. Mensajero. España, 2014), nos cuenta la vida de un joven en plenitud, de un hombre lleno de vitalidad. Y junto a él, la crónica de sus últimos días, desde el momento del diagnóstico hasta su muerte.

La gran lucha de Alex es la lucha de muchos, de aquellos que en lugar de lamentarse deciden pelear contra sus miedos confrontando el daño, enfrentando su debilidad. “Estoy mal, mi cuerpo no responde a mis órdenes, siento dolor por todas partes, pero estoy vivo y loco de optimismo. No quiero rendirme, no quiero dejar de luchar, no hay motivo para que me vaya precisamente ahora” (p.35).

Alejandro no quiere morir, como todos. No es un cobarde pusilánime que aún viendo sus limitaciones de salud quiera quitarse la vida. De ahora en adelante se ocupará de otra manera de su vida, de un modo para el que nunca planeó nada, para el que nunca hizo ningún proyecto. Luchará junto con los médicos, con las enfermeras, con la quimioterapia y las medicinas, al lado de su familia, sus amigos, y su hermano que al final del trayecto le hará un trasplante de médula.

Su enfermedad reunirá a su familia, verá otra vez a su padre, mantendrá una mejor relación con Dios y, como él mismo escribe: “encontraré el bien a través del dolor”.

Vuelvo a citarlo con la intención de haber comprendido y entendido lo suficiente: “He estado a punto de morir y he comprendido que es inútil esperar las mejores condiciones para vivir al máximo. Las mejores condiciones no llegan nunca. Las mejores condiciones están aquí y ahora…” (p. 88).

Alejandro me enseña que para vivir en plenitud no hay que esperar un tiempo ideal o especial que no existe, sino aprovechar al máximo la oportunidad que tenemos ahora. Y ésta puede ser de un día o de una semana, de un mes o de un año. Hace poco más de un siglo que la gente no contaba en la vida con el tiempo suficiente siquiera para ponerse a pensar en cómo ser felices, porque a los treinta se morían.

Por ello es que Alejandro no se equivoca cuando habla de aprovechar su tiempo, el que éste sea, poco o mucho, para hacer de la vida aquello que todo ser humano espera de ella; que sea buena, plena y satisfactoria. Que sea la vida que nos permita al menos comunicarnos con quienes más nos importan, a quienes más queremos y quienes más nos quieren, que nos permita hacer planes y mostrarnos cordiales y generosos, empáticos con los demás, con los que más nos ayudan a pesar de las circunstancias. Que sea la vida que puede hacerse sin desear otra, sin reclamarle a Dios por lo que no tenemos o la circunstancia que nos ha tocado. Que sea la vida que aún se pueda amar por dos segundos sin desear estar muertos.

“Soy un afortunado dentro de la desgracia” (p.107). “Estoy aquí y debo luchar…Todos queremos un coche nuevo, un nuevo teléfono, un par de zapatos nuevos. El que tiene cáncer, en cambio, solo quiere una cosa: sobrevivir” (p.100).

 

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