Escribe un no fumador

Empecé hace 20 años, cuando cambié el basquetbol por formar un grupo de rock (así se decía) de cuyo nombre no quiero acordarme, pero en el que fui feliz y que me dejó como enseñanza que escuchar a Soda Stereo es una buena costumbre.
Fumar, la verdad, todavía estaba de moda y apenas se leían en las cajetillas leyendas chiquititas sobre los daños que el tabaco provoca al organismo. Vaya, al menos nada como las fotografías del bacín con sangre y el viejito con un hueco en la garganta que pueden distinguirse desde la caja del Oxxo.
Por supuesto, inicié “chayoteando” Marlboro rojos, luego comencé a comprarlos. Después cambié a los Marlboro médium, mis favoritos hasta que dejaron de distribuirlos. Hallé consuelo en los Dunhill, pero también desaparecieron, por lo que regresé a los Marlboro rojos, para mí, una señal de que el ciclo debía concluir y que, sin embargo, ignoré un tiempo.
La decisión no fue fácil, pero salí aturdido y angustiado del consultorio de aquel doctor que me comunicó lo que en el fondo ya sabía: que mi presión estaba alta y que era necesario acudir con un médico internista para revisiones más profundas, porque el corazón y los pulmones ya no se escuchaban del todo bien.
“Cuentos de viejas chismosas”, diría mi compadre Esteban Sanjuán con voz de Homero Simpson. Pero yo ya no pude más.
Medio en burla, le informé al galeno que le dejaba mi cajetilla con 15 cigarros intactos por si se le ofrecían. Sólo me quedé con uno, el cual saboreé despacio y en son de despedida.
Todavía ahora, a un mes y siete días de haber aventado esa última colilla a las 3:30 PM del miércoles 29 de noviembre, me cuesta creérmelo y sería un hipócrita si afirmo que no lo extraño con todas mis fuerzas.
No obstante, si a alguien le sirve el consejo, me sirvió entender que las ganas locas por fumar en la mañana con el café, del cigarro para escribir y del cigarro mientras manejo no se van a ir rápido y quizá no se vayan nunca. Son fantasmas. No hay que cerrar los ojos y fingir que no existen. Hay que aprender a vivir con ellos.
Al final, la ansiedad es una histérica que te grita al oído, te jala los pelos y te pica los ojos, aunque si la ignoras, un ratito después se hace pequeñita, se sienta en el hombro y se queda callada mirando hacia otro lado.
Antes de terminar, agradezco estar de vuelta en este espacio. Procuraré no ausentarme ni un solo viernes más.
Ahora bien, si le comparto estas intimidades es porque, supuestamente, para dejar de fumar hay que escribir una carta en la cual uno establezca este compromiso de su puño y letra.
Por supuesto, redacté una que le leí a Lizi mientras chillaba de la angustia por no sentir el filtro entre los dedos de la mano derecha. Aquel fue el primer día.
Si vuelvo a escribir otro texto es para comprometerme ahora ante mis lectores. Sé que son menos de los que imagino, pero ni siquiera en el plazo de silencio que hoy interrumpo dejaron de ser importantes.
Hola si llegaste hasta aquí. Adiós, humo.

 

Por Alejandro Fitzmaurice

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