Platico con el escritor Agustín Monsreal. Llegué tarde a la entrevista que me encargaron hacerle. Estamos en el Sanborns del Hotel Fiesta Americana y él desayuna huevos motuleños, bebe café. Nos acompaña su hija, Eurídice Sacramento, quien me invitó hace unos días a participar en un conversatorio sobre la última obra de su padre, novela titulada “Mamá duerme sola esta noche”. Además, me invitaron un café, y lo bebo con el rostro lleno de alegría porque me gusta platicar con Monsreal. Un escritor que conoce de todo, que atravesó movimientos y generaciones, que ha visto al país teñirse de rojo pero de igual modo ha visto lo hermoso que es bajo tantas capas de odio, sangre, carne putrefacta. Hablé el sábado sobre su última novela en el Museo de la Ciudad. Pero eso no viene al caso. Las normas temporales del texto lo impiden. Agustín Monsreal unta frijol al último bocado, lo traga y dice:
–Vamos a ver cómo eres sin tres cervezas encima, Mateo.
Esto lo menciona por un debate que tuvimos en una tertulia. Monsreal no olvida, ahora lo sé. Me detengo para saborear el humor negro. Me empapa la lengua, pone en movimiento mis neuronas.
–Soy mucho menos serio, maestro –respondo.
Los tres reímos, disertamos sobre cualquier cosa mientras prendo la grabadora y la pongo junto a su plato, muy cerca del rostro para que el ruido no interfiera y el artefacto absorba por completo la esencia de Agustín Monsreal, quien aprendió de los grandes escritores como Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Edmundo Valadés, quien tuvo oportunidad de beber café con ellos mientras analizaban textos o dialogaban sobre los escritores de la época. Pero el tiempo ha pasado. En la actualidad es un escritor maduro y desarrolla el género de las microficciones. De hecho, en una conferencia lo escuché narrar algunas junto a la escritora bonaerense Ana María Shua. Increíble. Pero es otra historia. Lo importante es que ahora estoy frente a él terminando la taza de café, exagerando el movimiento de mis manos porque así tiendo a comportarme cuando entrevisto. Un poco invadido por los nervios. También por la falta de preguntas. Abro la marcha al tanteo como lo haría alguien que espera una conversación natural y no una entrevista autoritaria, hecha por un entrevistador omnipresente. Reitero: leí su novela y varias, muchas, microficciones. Siento que lo conozco porque de ese modo es la relación lector-escritor. Él no puede negarlo. Una mesera con vestido folclórico me rellena la taza sin que se lo pida y suelto la primera pregunta:
–¿Dónde comenzó a escribir y por qué?
Sus ojos miran un punto inconcreto de Sanborns. Las flores en el vestido de la mesera. Un hombre que se lleva un pedazo de enchilada a la boca. Toma el recuerdo por los cuernos y lo direcciona:
–Después de estudiar teatro durante unos tres años, me dieron ganas de escribir mi propia manera de ver el mundo –suspira–, no de repetir lo que otros ya habían hecho. En este caso lo que habían hecho los dramaturgos. Empecé a darme cuenta, gracias a la dramaturgia, lo que era la creación de los personajes, que tenía en mi interior algunos y que podía crearlos para expresar con mi propia voz mis inquietudes, mi manera de ver el mundo. No deseaba repetir la experiencia de los otros sino manifestar mi propia experiencia. Esto sucedió alrededor de 1963, 64 (por esas épocas), y fue madurando hasta que encontró una vía de escape por ahí del 69.
Monsreal estudió actuación. No lo imaginaba
.
–¿Entonces desarrolló la dramaturgia?
–No. Curiosamente lo único que he escrito parecido a una obra de teatro es algo que todavía no está publicado. Un cuento que se llama “La niña con anteojos de caramelo”, cuento que hice con base en el movimiento del 68. Es una obra fársica, que espero salga el año que entra.
Eurídice me dice que tienen otra entrevista al terminar. Los tiempos son importantes. Me gustaría enfocarme en eso, en el Agustín Monsreal que escribe pensando en el movimiento estudiantil, que tiene, por decirlo de alguna manera, ambos pies del lado izquierdo. Sin embargo acelero el diálogo:
–¿En qué momento Agustín Monsreal pasa del teatro a la prosa, a la poesía?
–Cuando terminé de hacer teatro popular. Hacía teatro popular, teatro existencial en hospitales para tuberculosos, leprosos, para enfermos mentales… en cárceles. Eso, creo, me fue abriendo los ojos a una realidad completamente distinta en comparación con lo que había vivido. Me puso en contacto profundo con el dolor humano. Me nutrió interiormente, pero no encontraba manera de manifestarlo hasta que leí a los autores griegos: Esquilo, Sófocles, Eurípides. Ellos me mostraron la manera de hablar de ese dolor humano con una grandiosidad que no había conocido. Eso fue lo que me inspiró a ponerme a escribir: el contacto con esos autores, con los personajes de los que ellos hablaban, con los personajes que yo sentía tan vivos. Eso fue lo que detonó en mí la necesidad por escribir.
–¿Dónde tuvo lugar todo esto? ¿Dónde comienza a percibir su potencial creativo?
–El teatro tuvo lugar en la Ciudad de México. Pero tuve dos etapas formativas vitales en Mérida: de los 7 a los 8 años y de los 14 a los 15. Durante esas etapas tuve mis primeros despertares hacia inquietudes sexuales, amorosas, intimas, con la naturaleza o con algunos aspectos de la misma cotidianeidad pero que se presentaban de otra manera. Por ejemplo, el ponerme a competir con una iguana a ver quién aguantaba más sin parpadear.
Río tan fuerte que casi escupo café. Monsreal y Eurídice lo notan y esperan con respeto a que me controle. El maestro continúa entre risas:
–… por supuesto me ganaban las iguanas, que estaban tan quietecitas todo el tiempo. También subirme a la veleta para ver el horizonte, saber hasta dónde llegaba la mirada. Ponerme a la altura del vuelo de los zopilotes. En fin, una serie de experiencias como los olores de las plantas, de las panaderías. Todo eso me fue llenando. Son experiencias vitales que se reflejan en una buena parte de mi literatura.
–¿Por qué son tan importantes?
–Porque ve uno la vida de otra manera a esa edad. Esos despertares que la mayoría de la gente llama: “los cambios biológicos”. Yo veo eso como abrir los ojos a las realidades del mundo, realidades que uno no sospechaba pero intuía. Ver el cuerpo de una mujer por ejemplo. Eso, dado en una atmósfera como la yucateca, es para mí completamente impagable, porque se queda, va a estar dando vueltas conmigo. No son experiencias que se estacionen. Se fortalecen conforme pasa el tiempo.
–¿Cuándo comienza a dedicarse a la literatura?
–Eso se da en 1970, a los 29 años. Legué tarde a la literatura, pero esto tiene sus ventajas. Las experiencias de hombre ya las tenía. Había andado terrenos amorosos, tenía ya dos hijos, en fin: ya había un desarrollo de la inteligencia, la sensibilidad, la pasión por lo que quería hacer.
–¿Y cuándo incursiona en el periodismo?
–El periodismo es una cosa aparte. No creo que haya sido periodismo como tal. Tenía una columna en el periódico, revistas, pero todo era creación. No trataba temas con la prisa que implica el periodismo. Podía tomarme tiempo para prepararla. Me sirvió para desarrollar otro tiempo de inmediatez en la literatura, para desarrollar el sentido del humor, que era algo que permeaba y gustaba; para hacer ejercicios literarios. Y bueno, ya en algún punto el Premio Nacional de Periodismo fue producto de algo más literario. Bueno, según yo…
–¿Qué piensa sobre la crítica literaria-académica?
–Pienso que la diferencia formativa entre una clase y un taller, es que en la clase enseñamos cómo debe hacerse y en el taller lo hacemos. Estamos trabajando con las herramientas que hay que utilizar todos los días en el acto creativo. Por esto vemos que de las facultades de filosofía y letras salen críticos, salen maestros de literatura, salen esos estudiosos que van a diseccionar una obra, pero no salen escritores, porque la creación requiere de otra sensibilidad. Yo ahí tengo broncas con la academia, y no me importa realmente lo que ellos piensen. No pienso si me van a criticar, me van a alabar o destruir. Eso a mí no me importa, porque me paralizaría si me pusiera a pensar en ello. Después, cuando algunas veces han escrito tesis, a mí me sorprende mucho que alguien pueda escribir ochenta páginas sobre un cuento mío de tres cuartillas. ¿Para qué sirve? No tengo idea. Pero es su trabajo.
Algo más interesante. Aquí va:
–¿Por qué los escritores autodestructivos gestan tan buena literatura?
–Por alguna extraña razón de la condición humana, la felicidad no se escribe pero sí escribimos sobre el sufrimiento –responde Monsreal–. Mientras más arrebatado, mientras más resentido sea un personaje, más éxito tiene.
–Hablemos sobre referencias literarias negativas –le pido–. Sobre los escritores que tienen que morir poco a poco para hacer literatura sincera, por ejemplo: Bukowski. A mi parecer un buen escritor, pero pésima escuela literaria. Sin embargo hoy abundan versiones pequeñas de Bukowski que se afianzan de él para criticar lo que no han leído.
–A mí no me gusta. Pero estemos de acuerdo con él o no, el que hace la historia es auténtico. El problema son los que se agarran de él, que se ponen unos zapatones que no les quedan. Ahí se peca de soberbia. Destruyen sin saber. No construyen. La soberbia y la ignorancia juntas son un desastre. Yo creo que para poder hacer una crítica hay que conocer. Hacer un juicio de valor y tomar uno propio. Si no, no creo que sirva de nada pegarle al aire.
El tiempo se acaba, las cuartillas se acaban. Las mujeres con vestidos folclóricos se mueven a la velocidad de la luz y brinco a las últimas preguntas.
–¿Qué piensa sobre el panorama de la literatura actual en Mérida?
–No es distinta a la de otros lugares. Creo que sigue la corriente anecdotista. Se cuentan muchas anécdotas, la mayoría de las veces bien contadas pero insustanciales. Esto porque no se concentran en la creación del personaje, ni del hecho literario, sino de la copia. No están inventando la realidad.
–¿No cree que a veces la soberbia sirve como una coraza o como una medicina antifrustración?
-Sirve como tema o asuntos literarios en el comportamiento humano, pero no como una forma de ser y estar en el mundo. ¿Para qué me sirve la soberbia en mi vida cotidiana? Para estar denostando a los demás de pequeños, de tontos, de pusilánimes porque el único grande soy yo, montado en los zapatos de Bukowski.
–Ja, ja, ja. Bueno, por último maestro. En el medio se habla mucho del papel de las instituciones. Los jóvenes, artistas emergentes, sienten que no pueden crecer porque hay un “canon” en el que los que ya escriben están posicionados, están por encima de los que están empezando aún. ¿Me explico?
–No mucho. ¿Pero es el parricidio lo que están buscando?
–Ajá.
–No se dan cuenta que ellos también van a tener que vivir un proceso de crecimiento y maduración para llegar a determinado punto. Pero cuando lleguen a ese punto ya no van a ser tan jóvenes, y van a encontrar otros jóvenes que vienen atrás, buscando su lugar. Es una situación lógica. Pero la destrucción no tiene sentido. Prefiero la admiración y la gratitud al enervamiento, y los deseos de matar a mis antecesores. Yo prefiero admirar a Borges o a Rulfo, agradecerles la literatura que me dieron, montarme en sus hombros para ver más lejos que lo que ellos vieron. Si los destruyo, ¿qué gano? Si digo tal o tal está pasado de moda, ¿qué gano? Eso significa que busco la moda, no la permanencia. Y la literatura que no busca la moda, se instala en ese limbo perdurable que puede ser leído hoy, o en treinta o cien años. Ésa debería ser la inspiración literaria de cualquiera. Jóvenes, medianos o viejos. La energía vital hay que aprovecharla para crear puentes que vayan más allá.
Aquí apagué la grabadora y caminamos hacia la salida. El evento del sábado salió bien. Aún debo ver a Agustín Monsreal para pedirle una firma.
– Mateo Peraza Villamil