Una madrugada de junio de 1910 se vivió la Chispa de la Revolución en Valladolid

Los rebeldes levantaron tramos de rieles del ferrocarril que unía a la antigua Zací con la capital, Mérida, y prepararon el lugar para atrincherarse y retener el control de la ciudad

Hace 112 años, el 4 de junio de 1910, a las tres de la madrugada se inició en Valladolid una insurrección en contra de la dictadura porfiriana, un movimiento armado encabezado por Miguel Ruz Ponce, Maximiliano Ramírez Bonilla, Claudio Alcocer, Atilano Albertos, Jose E., Kantún, Donato Bates y Bonifacio Esquivel.

El movimiento de los insurrectos en la antigua Zací, nacido del Plan de Dzelkoop, surgión en una ranchería del mismo nombre cercana a la Sultana de Oriente – en el cual se asentaba que “ha llegado la hora de hacer un poderoso esfuerzo para salvar al país de la tormenta que lo aniquila y evitar que el pueblo continúe sufriendo el flagelo del caciquismo y las arbitrariedades del temido dictador”.

A este evento se le conoce como la primera Chispa de la Revolución Mexicana y cada año se realiza una representación artística de la toma de dicha plaza por las fuerzas revolucionarias que se formaron con peones de las haciendas circunvecinas, en su mayoría mayas pacíficos, voluntarios que habían sido reclutados.

Uno de los más bravos y resueltos protagonistas de aquel episodio conocido como la Chispa de la Revolución, en la que los vallisoletanos se organizaron para desconocer al gobernador Enrique Muñoz Aristegui, impuesto por su antecesor Olegario Molina, fue Claudio Alcocer, quien se sumó a esta lucha motivado en gran parte porque el jefe político, Luis Felipe Regil, poco antes que estallara la rebelión, lo detuvo al pasar por la plaza principal cuando se dirigía a  ver a su madre que agonizaba, impidiéndole  de esta manera ver su muerte.

Durante el combate, que fue breve, se escuchaban los claros, enérgicos toques de corneta y el grito maya de ¡chokabá, chokabá, chokabá!, alentando a los insurrectos a avanzar contra el adversario. Los amotinados le dieron muerte al jefe político de Valladolid, Luis Felipe de Regil, y algunos soldados.

Los rebeldes tomaron la ciudad, levantaron tramos de rieles del ferrocarril que unía con la capital, Mérida, y prepararon el lugar para atrincherarse y de esta manera retuvieron el control de la ciudad hasta el día 9 de julio, cuando llegó a las nueve de la mañana el batallón que el Gobierno Federal envió, el cual estaba integrado por 600 soldados provenientes de Tabasco que desembarcaron en Progreso.

Pese a la superioridad numérica y armamento, las fogueadas tropas federales y locales comandadas por Gonzalo Luque, necesitaron más de 4 días para doblegar a los insurrectos, mal armados y escasos de “parque” (armas, balas, etc.) pero llenos de valor.

Después de tres embestidas de los federales, decenas de cuerpos de revolucionarios y soldados quedaron regados en las calles de Valladolid, Los amotinados Maximiliano Ramírez Bonilla, Atilano Albertos y José E. Kantún fueron fusilados, mientras que otros, más de setenta, fueron enviado a las cárceles de San Juan de Ulúa y Mérida, para engrosar el número de personas que habían caído presos por su abierta inconformidad con la dictadura porfirista y con el gobernador impuesto en Yucatán, Enrique Muñoz Arístegui.

Este fue el primer episodio trágico de lo que meses después se convertiría en el comienzo de una nueva etapa para México. En el resto del país, el movimiento de insurrección iniciado por Madero cobró fuerza. En 1911 se sumaron las rebeliones armadas de Emiliano Zapata, Pascual Orozco, Francisco Villa y otros, contando con el apoyo del amplio sector rural.

La sangre de los revolucionarios vallisoletanos que regó el suelo de esta ciudad, fue una “chispa de la Revolución” que, avivada por el resentimiento nacional, recorrió el país hasta que Porfirio Díaz huyó de México.

Texto: Manuel Pool

Fotos: Cortesía