Por María de la Lama
Muchos mexicanos vivimos con una cierta consciencia de la diversidad cultural en el país. No una consciencia responsable, considerada, adecuada; no una consciencia suficiente, pero cierta consciencia al fin y al cabo. Lo grave, lo preocupante, no es solo que seamos muchos y no todos, sino además que nuestra consciencia es incompleta, equivocada e injusta en aspectos fundamentales. El antropólogo Guillermo Alfaro Telpalotrata este problema en su libro El trasluz de la diferencia: Consideraciones sobre pueblos indígenas y diversidad cultural en México.
Reconozco en mí misma, en diferentes etapas de mi pensamiento y de mi educación, las diferentes posturas que critica Alfaro. Una es la perspectiva moderna, que reduce todo en el concepto de “progreso”. Esta postura comete el error de oponer los pueblos indígenas a lo mexicano, a lo desarrollado, a la civilización. Es la idea de la ilustración de que lo bueno es lo que rompe con la tradición, con el dogma, con la historia y lo antiguo; esto sugiere que la identidad indígena es un obstáculo para el desarrollo del país: un peso muerto que arrastramos y que nos ancla a lo viejo.
Esta postura es simplista e injusta, y el autor del texto la reconoce en políticas asistencialistas que buscan acercar a los indígenas a las ciudades, a la cultura mestiza del país, y romper con las instituciones tradicionales en las comunidades indígenas. Yo también la reconozco como un discurso que los propios indígenas y mestizos han adoptado, o se han visto obligados a adoptar; una vergüenza por sus rasgos indígenas, su lenguaje, sus tradiciones y sus características distintivas.
Este discurso lo observo en muchas dinámicas del país, pero casi siempre de forma implícita, escondida, porque compite con otro discurso alrededor de los pueblos indígenas que es igual prevalente e incompleta: lo que Alfaro llama el discurso etnicista. Este es el que, no nació pero se enfatizó y popularizó con el levantamiento zapatista en 1994. Su reclamo es que lo que los pueblos indígenas necesitan es separarse de México, de la nación que engloba este término, y construirse como entidades privadas, locales, aisladas, toleradas solo mientras estén en su burbuja, en su selva. Esta visión es tan simplista y reduccionista como la moderna, aunque se le oponga de forma directa. Su simplismo es condenable porque evita el problema de fondo: la dificultad de construir un país diverso y unido, cuando tenemos una mayoría compuesta de minorías diferentes, fundamentalmente suyas a pesar de ser etiquetadas con el genérico término de “pueblos indígenas”.
Creo que otro problema del discurso etnicista es que desacredita las ambiciones, necesidades de trascendencia, cohesión y libertad de los individuos que forman parte de las comunidades indígenas. Cuando sostenemos que la actitud que debemos adoptar con respecto a las comunidades diferentes es aislarlas, conservarlas tal y como son, entendemos a los indígenas como piezas de museo, y no como individuos que merecen el estatus de mexicano, y de ser humano en toda su definición: con todas sus oportunidades, posibilidades, derechos y obligaciones que ser humano significa. El etnicismo, tratando de tolerar y entender lo diferente, piensa lo indígena con profunda intolerancia, pues no permite su introducción en el dinamismo y la complejidad nacional.