La paradoja del amor

Por: Mario Barghomz

Qué hay en el amor que así como comienza un día con grandes expectativas, con un gran sentimiento, emoción, pasión y deseo, otro día se acaba por los mismos motivos que empezó todo, pero a la inversa; ausencia de pasión y deseo, un sentimiento cansado y sin afecto, y ninguna emoción ya de ver o sentir cerca a la persona antes tan amada.

Sócrates, en “El banquete de Platón”, habla de que el amor es un espacio, un vacío que necesita ser llenado. Los amantes llenos no lo necesitan porque están plenos, llenos de placer, emoción y entusiasmo. Pero quienes han dejado de estarlo (de estar plenos y llenos de amor) necesitan volver a llenarse, a tener aquello que ya no tienen bien sea porque lo han perdido o quien antes los amaba, por agotamiento o cansancio del sentimiento mismo, ahora ya no los ama.

En este sentido, dos personas pueden estar juntas pero no amarse, dormir en la misma habitación, en la misma cama, vivir en la misma casa y despreciarse. El tiempo tampoco es garantía de nada, al contrario, en muchos sentidos es solo una falacia, resistencia, obligación y agotamiento de un amor que ya no existe por el tedio, la rutina, la falta de asombro y la incapacidad para apreciar al otro. La paradoja del amor es que demasiado tiempo juntos, demasiada cercanía sin tiempo y espacios personales, sacrifican la pasión y el deseo, las ganas de querer y extrañarse, de volver a tener esperanza.

Dos que se aman, como dice Sócrates (lo interpreto), deben reconocer ese espacio, la distancia sana y serena entre uno y otro para volver a encontrarse. El vacío hará que dos amantes se necesiten, se hablen, se escuchen, se extrañen y finalmente otra vez se reconozcan. Pero el temor a perderse mantiene a dos amantes con la idea de no alejarse. Y esta falta de fe en el otro, de miedo a ser abandonado, a no ser extrañado sino olvidado, se vuelve falta de seguridad y de confianza en lo amado.

Por eso parece mejor atar que desatar, agarrar que dejar ir, vigilar que dejar ser. Y por ello muchos están juntos (20, 30, 40, 50 años que además presumen) no por amor, sino por costumbre, rutina, obligación y miedo a ser abandonados, a quedarse solos. Se han acostumbrado a ese “estado de confort” donde ni entran ni salen, no dejan ni se dejan, se vigilan, se ofenden, se desprecian, pero se aguantan, se soportan aunque ya no se amen. Y no están vacíos sino llenos de tedio, de un amor seco y áspero, despreciable, sin espacio para comenzar de nuevo y llenar de imaginación y amor fresco una relación que es pero no está, que parece pero no es cierta, sino incierta en un corazón también agotado.

Habrá que encontrar entonces el sentido del espacio, del vacío necesario para que este vuelva a ser llenado. De nada sirve en el amor el servilismo, la cosificación y el menosprecio. Nadie que sirva por años a quien nunca le ha servido, podrá ser amado jamás. Siempre será un pobre esclavo de sus deseos, sin más valor ni integridad que su indigencia.

La pobreza en el amor solo es resultado de la ignorancia que nuestros sentidos poseen sobre el objeto amado. Erich Fromm, el psicólogo alemán autor del ya célebre libro “El arte de amar”, lo explica así en su discurso: todo amor debe conocerse, saberse para entenderse, porque quien no conoce lo amado en realidad no ama. Para Fromm no se ama a nadie porque se le necesite, sino que se le necesita porque se le ama. En tal premisa, es el amor quien necesita, no la necesidad quien ama.

Pero la ignorancia, la oscuridad y la miseria en el amor también tienen un nombre, se llama Penia, su misma madre. Y Penia nunca es ajena a él (y cómo, si es su madre). Se sufre por amor y hay hasta quien muere por amor. Romeo y Julieta, Marco Antonio y Cleopatra son ejemplos claros de cómo dos que se han amado tanto, llegan a morir por ello.

En el mito griego, Penia (diosa de la pena) significa literalmente sufrimiento, dolor, desdicha, desgracia. Por ello entonces que nadie quien ame a otro estará exento de su influencia. Cuando se ama, se goza, y eso es claro. Pero cuando se ama, también se sufre. Y saberlo, ¡me permitirá amar siempre!

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