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Días como éste han cambiado. Hace apenas algunos años, cientos, no, miles de escuelas en México eran seguro escenario de una representación que terminaba honrando el gran “hallazgo” de un genovés llamado Cristóbal Colón, aquel que comandó tres carabelas para “descubrir” el continente americano, a pesar de considerar inicialmente que aquellas tierras eran “Las Indias”.

Incluso profesores y algunos libros de texto repetían con veneración y respeto que Isabel La Católica, la mismísima reina, había tenido que empeñar sus joyas para conseguir dinero que financiase aquella aventura. Igual y es cuento, pero esas revelaciones se quedan grabadas en la cabeza.

Así, debieron pasar muchos años para comenzar la reinterpretación de una fecha que nunca debió celebrarse, pero que es imposible de olvidar. Efectivamente, no hubo ningún descubrimiento: la vida en América se desarrollaba plenamente, y aunque ciertamente los europeos trajeron consigo tecnologías esencial, ningún pueblo prehispánico las necesitó para existir.

Sin duda, hubo más felicidad en Mesoamérica y América del Sur antes de que la crueldad y la torpeza desembarcaran junto con las armaduras españolas. No cabe la menor duda.

De esta forma, se cumple con un ritual de la condición humana: la figura paterna debe cuestionarse no sin entrar en contradicciones tan válidas como profundas. Basta revisar las extensas bibliografías que hay sobre el suceso para adentrarse en el trauma de saberse hijos de una civilización que, mayormente, llegó a saquear, robar y a destruir. Padres violadores de una madre que murió luchando mientras paría a sus crías: nosotros.

Hay muchas lecciones detrás de una fecha como la del 12 de octubre. Quizá la más importante es la necesidad de nunca presuponer nada. Los momentos actuales deben llamar a cuestionamientos permanentes rumbo a la búsqueda de consensos que, a su vez, deberán ser vueltos a analizar cuantas veces sea necesario. Justo ahora es posible entender que son tiempos para hacer nuevos el mundo y el conocimiento, todos los días, a todas horas.

Son días propicios, incluso, para entender que los protagonistas del pasado no pueden recordarse desde estatuas dispuestas en las alturas y mucho menos con representaciones infantiles donde dos grupos —españoles e indígenas— juegan a simular una masacre tan real como dolorosa. Al menos, el segundo caso parece rebasado. Es un alivio.

 

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