Mario Barghomz
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Tomás Moro suele ser uno de los filósofos menos citados en la filosofía. Sin duda se debe a su carácter más de santo, de personaje canonizado por la iglesia católica y hecho mártir y santo patrono de estadistas y políticos.
Es naturalmente una ironía de la iglesia, aunque por supuesto también tiene sentido, haber designado patrono de políticos a una víctima de la política. Pero sin duda se trata de devolverle al personaje aquello por lo que en vida luchó.
La época de Moro es una época de escisión y ruptura, de cambios que él de alguna manera intuía. De una relación deteriorada entre el Estado y la iglesia que ya había perdurado por mil años; todo el período de la Edad Media, a partir del Edicto de Milán (año 313 d.C.) promulgado por Constantino, hasta la aparición de Lutero y su reforma.
Fue Enrique VIII y la Inglaterra que gobernaba en aquella época, quien se indispuso a seguir admitiendo las decisiones y la autoridad de la iglesia que se ejercían desde el papado en todo el mundo católico. Porque hasta entonces todo emperador o rey debían estar por debajo de la autoridad eclesiástica. No existía nada que estuviera por encima de las decisiones de Dios. Esa era la prerrogativa de Moro.
Pero Enrique quería divorciarse de su esposa Catalina de Aragón (hija de los reyes católicos de España) porque no le había dado hasta entonces un heredero. La iglesia se negó a aceptar su divorcio y admitir su nuevo matrimonio con Ana Bolena (entonces dama de la corte). Eso obligó también a Moro, máximo representante del papa Clemente VII en Inglaterra, pero canciller también de la corte de Enrique, a renunciar al cargo. Sin embargo, su máxima culpa fue no admitir que la autoridad del rey, estaba por encima de la de la iglesia. Fue encarcelado y un año después, sentenciado a muerte.
Como filósofo; Tomás Moro fue un teólogo y un humanista. Pensaba que el mundo debía ser como el que Jesús había descrito en su doctrina; más humano, justo e igualitario. Un mundo que acabara con la pobreza y los privilegios. Que todo bien en una ciudad se repartieran por igual y que nadie tuviera o aspirara a ser más que los demás.
La realidad de la Inglaterra de su tiempo y del mundo en general, no sólo sustentaba los privilegios de la monarquía y la nobleza, sino también el gran feudo de la iglesia. Quizá por ello titulara su pequeña obra “Utopía” (su texto filosófico fundamental), que en palabras de Francisco de Quevedo y Villegas quiere decir: “lo que no existe”. En ella Moro hace referencia a un mundo ideal (utópico), hasta hoy imposible.
El comunismo lo intentó en 1917, con la caída de los Zares y la Revolución Rusa, pero sólo 60 años después, en Berlín, Alemania, volvió a ser una utopía. Es como si en la selva (hago una analogía) aspiráramos a que los leones y los tigres no se comieran a los siervos, los lobos respetaran a las ovejas (y de paso a las gallinas), las boas no engulleran a los conejos, los cocodrilos y tiburones se alimentaran de algas y los monos no disputaran sus territorios y menos aún se pelearan a muerte por las hembras de la manada. Está en su naturaleza animal. ¿Cómo querer que no luchen o se devoren entre ellos mismos? En el ejemplo no se trata de igualdad, o de una política que haga que no se dañen y se respeten; sino de su gran diferencia en su naturaleza animal. Sin duda es un mundo peligroso, donde siempre prevalecerá la habilidad y la naturaleza del más apto, el más fuerte.
Nuestro mundo de hombres no es tan distinto, sólo nos salva nuestra racionalidad, y de alguna manera, nuestra conciencia. Como humanos hemos aprendido a vivir en comunidad, y crear con ello Estados y naciones. Pero desde los orígenes de nuestra civilización; hemos peleado por supremacía, territorio, diferencia y riqueza. Nuestra historia humana está llena de batallas, y ninguna de ellas ha sido ideal.
Aspirar al mundo de Moro, seguirá por mucho tiempo siendo sólo una utopía.
Coda: Un día Tigger (el de Winnie Pooh) perdió sus rayas. Se dio cuenta que sin ellas no era más un tigger. ¿Quién era él entonces sin sus rayas? En el mundo nuestra identidad obedece no más a nuestras semejanzas, sino a nuestras diferencias.