Los granizados de don Tol y chupar la soga

Por Gínder Peraza Kumán

 

En nuestros días quizá no haya cosas más comunes que ir a la escuela, disfrutar de todos los aparatos eléctricos que tenemos en casa y contar con la comodidad de tener agua entubada (claro, excepto cuando algún torpe rompe un tubo y nos desgracia el servicio), pero les tengo una noticia, sobre todo a esos jóvenes que dan por sentado que merecen todo: no siempre esas ventajas fueron tan comunes, y menos en el interior del estado.

En Dzilam González, en los años sesentas contábamos con dos escuelas primarias, una del sistema federal y la otra del estatal. Por cierto, cuando los alumnos de uno y otro esquemas nos cruzábamos en los desfiles nos lanzábamos gritos de “sacucheros” (en alusión a un animalito volador de color verde olivo) y “panucheros” (en alusión al color café claro del uniforme de éstos).

Había primaria, pero a la hora de pasar a secundaria los que querían estudiarla tenían que lanzarse al vecino pueblo de Dzidzantún, para inscribirse en la gloriosa Federal Número 5 “Herlinda Cetina Gómez”, un plantel que nos trae tan gratos recuerdos a los de mi generación, que últimamente hemos estado celebrando reuniones una o dos veces al año, refrescando nuestra vieja amistad, enterándonos de las novedades de todos y de cada uno, e inevitablemente pasando revista de quiénes se nos han adelantado en el camino.

De Dzilam González a las afueras de Dzidzantún, donde está la secundaria, hay unos 12 kilómetros, y aunque don Héctor Alamilla y su hijo Pedro (ambos ya fallecidos) pusieron en servicio en autobús para esa ruta, algunos dzilameños optamos por hacer el viaje en bicicleta todos los días. Recuerdo a mi amigo Tomás Herrera Anquino, que nos acompañaba, aunque a veces prefería subirse al camión, pero sobre todo a los infaltables hermanos Tamayo Esquivel, Abelardo y Fernando, este último el mayor y quien hasta ahora conserva su apodo de “Negro”.

Partíamos muy de mañana, cuando aún no salía el Sol, y a medio camino ya teníamos los pelitos de los brazos, las cejas y pestañas escarchados de gotitas de agua, del sereno que encontrábamos en el camino. Nos mojábamos tantito, pero a los 12 ó 13 años de edad eso era pecata minuta. En compensación, a la salida de clases, cuando todos echaban a correr para ganar un asiento en el autobús, nosotros salíamos tranquilamente, abordábamos nuestro propio vehículo individual y en lugar de regresar enseguida a Dzilam íbamos al centro de Dzidzantún, a la refresquería del siempre amable y sonriente don Tol (iguano en maya; nunca supe su nombre). Ahí disfrutábamos de un granizado servido en vaso horchatero y combinado con picantes charritos, los cuales comprábamos con lo que guardábamos de los 10 ó 5 pesos que nos daban nuestros papás.

Para más envidia de los que se iban en camión, a la vuelta, a la mitad de la distancia entre ambos pueblos, nos metíamos por un camino de terracería en medio de un henequenal hasta el cenote Tixkancal, donde nos refrescábamos un buen rato. Recuerdo que “Negro”, el mayor de nosotros, nos presumía sus bíceps, y posando como Charles Atlas (la mayoría de quienes lean esto seguramente no sabrán quién era éste; chequen internet) nos decía: “Y no me salieron jugando canicas”.

Pues así estudiamos la secundaria. Ahora ambos pueblos cuentan incluso con preparatorias, gracias al sistema del Colegio de Bachilleres de Yucatán (Cobay), y en el caso de Dzidzantún también tiene otras opciones de nivel medio superior y superior.

La electricidad tampoco era algo “normal”. Los primeros años de nuestra infancia los pasamos con la iluminación que proporcionaba una plantita de luz instalada en el palacio municipal, y que sólo daba servicio alrededor de la plaza principal y una cuadra más ahí. A media esquina de mi casa había un foco, y ahí nos reuníamos los chamacos de la cuadra para jugar y correr (que era lo mismo, no había maquinitas ni Xbox y mucho menos celulares “sedentarizantes”) y al final, cansados y sudados, oír cuentos de espantos que nos relataba nuestra amiga mayor Fanny, ya libre ella del novio que la iba a visitar. Para más ambientación, a veces a medio cuento y ya con miedo de que nos salga al paso mínimo la Llorona o el Uaychivo, salía de debajo de alguna piedra una tarántula que desataba gritos y pedradas en su contra. Pobre animalito.

En ese rústico ambiente, imagínese usted la gritería que se armó en muchas esquinas de Dzilam cuando –no recuerdo la fecha ni a quién le debimos el favor– se encendieron por primera vez las lámparas del alumbrado público. Empezó otra era, que de entrada trajo dos televisores al pueblo, uno que era de don Chucho Carrillo y el otro de don Gustavo Campos, que cobraban, creo que 20 centavos, por entrar a sus casas a gustar (así decimos) los programas en blanco y negro que en ese entonces se transmitían. Otro día contaré algunas anécdotas en torno a esos antiguos televisores.

Tampoco el agua potable y entubada existía en ese entonces, pero el líquido de los pozos todavía no estaba tan contaminado como ahora, y ésa era la que consumíamos. Claro, como desde muy pequeños la tomábamos, seguramente habíamos generado defensas contra las bacterias que pudiese contener ese líquido. Estoy seguro de que la variedad de bacterias en el agua fue aumentando con el tiempo.

Para que usted se dé una idea de cuál era la situación respecto al agua, le cuento que una vez, después de jugar hasta el cansancio en el único arenero del único parque que había, yo y mi hermanita Linda nos moríamos de sed, y no queríamos esperar a llegar a nuestra casa, en el cabo del pueblo. Serían pasadas las 10 de la noche (ya se había apagado la plantita de luz) cuando fuimos hasta el atrio de la iglesia, donde había un pozo, pero no había cubeta, sólo el carrillo y una cuerda, vieja y gruesa. A mí se me ocurrió la idea desesperada de arriar la punta de la soga hasta el agua, dejar que se enchumbe y luego jalarla rápidamente para chuparla y saciar, después de muchos intentos, nuestra sed. Así, más tranquilos, volvimos a casa a bordo de la bicicleta (recuerdo que era verde oscuro y marca Windsor) de la familia, que tenía foco y un dinamo pegado a la llanta trasera para generar la electricidad que nos daba luz en el camino.

A unas cinco décadas de distancia, cuando cuento estas cosas parecen aventuras, pero en su momento era sólo nuestra vida diaria… llena de aventuras.

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