En estos días se celebra un aniversario más de la Fundación de Mérida, por lo que la sección “Yucatán por siempre” hoy está dedicada a recordar a personajes pintorescos, que por su actividad o su forma de vida dejaron huella en la memoria de los habitantes de antaño, como don Mateo Yam Poa, el popular chino de Santa Lucía.
En la obra “Tipos Populares de Yucatán”, de Santiago Burgos Brito, se hace alusión a la modesta persona de este hombre que llegó a Yucatán en 1903 junto con varios compatriotas suyos con los que trabajó en la hacienda henequenera Texán, propiedad de D. Ubences Lizárraga.
Fue hasta 1916 que don Mateo abandonó la finca para llegar a deambular por las calles de Mérida, donde logró trabajar en un taller de lavado de ropa ubicado en la calle 60 a escasos metros del atrio de la Iglesia, donde había una refresquería que atendía Don Timoteo Canul. Pasado algún tiempo, el “Chino Vicente”, dueño de la lavandería en la que trabajaba Mateo, le recogió todos sus ahorros y hasta sus percepciones en taller para hacerlo socio en la compra del puesto, en donde trabajó sin estipendio alguno, y fue así hasta que las autoridades decidieron retirar el puesto de su ubicación original.
Vicente se fue de Mérida dejando a su paisano sin dinero ni trabajo, cita Francisco D. Montejo Baqueiro, en su libro “Mérida en los años veinte”, quien relata que posteriormente Mateo consiguió un dinero para abrir de nueva cuenta un puesto del mismo giro, ahora en los portales de Santa Lucía, sobre la misma calle 60, y que por dificultades con el dueño del negocio a cuyas puertas se encontraba su pequeño comercio fue retirado del lugar, por lo que adquirió un carretón con el que recorría los cuatro costados del parque. Era el comienzo de los años veinte y así fue por muchos años.
El autor del libro, Don Francisco explica que por razones de vecindad conoció muy bien al chino Mateo, quien era un excelente amigo, que sentía conmiseración por el desvalido y quien se dolía del chiquillo indigente, y que daba crédito sin reparar el riesgo que corría su negocio.
“En 1927, el carro de Mateo era el centro de reunión de los muchachos del rumbo, de los cuales escogía a alguno para que cuidara del negocio para ir al taller cercano de lavado, donde vivía. El pago por el favor era siempre un sabroso “Granizado”, amén de uno que otro plátano que el improvisado vigilante se comía en la ausencia del dueño”, se lee en esta magnífica obra, que ya es difícil de encontrar en las librerías de la ciudad.
Hacia los años cuarenta, Mateo, ya viejo y enfermo, se quedó sin su carro y en los meses de crudo invierno se cubría con periódicos para dormir como un paria en las bancas del parque, pero en reconocimiento a su nobleza, los vecinos no permitieron que pasara hambre, y uno de ellos, Rocco Pellegrini, le dio alojamiento en el local de su taller de reparación de calzado en la calle 55 por 60.
En 1949 se le llevó a la finca coprera de Nazario Campo, quien le brindo atención médica y una buena alimentación, pero la nostalgia le ganó al buen Mateo que regresó para trabajar como lavador de coches, labor en la que fue atropellado en un accidente automovilístico.
Impedido para realizar trabajo alguno, los vecinos le proporcionan alimentos y albergue, hasta que, en noviembre de 1962, don Mateo falleció en un asilo de mendigos. -Nunca pidió limosna, trabajo hasta que no pudo más, pese a su avanzada edad, de más de 90 año– escribió Montejo Baqueiro, en el capítulo dedicado al Santa Lucía de los años veintes, de la que disfrutó en su juventud.
Texto: Manuel Pool
Fotos: Cortesía