México, la ilegalidad como espectáculo

Por Jorge Cisneros

La escena es similar, aunque cambien el paisaje y los protagonistas: puede ser un saqueo de trenes en Puebla, en el que participan niños y ancianos; o la rapiña a un camión de carga accidentado del que una multitud saca cervezas, comida, electrónicos o vacas vivas a las que destazan entre risas.

O tal vez el escenario sea un ducto del que brota una cascada de gasolina que hombres, mujeres y hasta niños recogen en bidones, jarras y cubetas. Algo tienen en común estos episodios, han ocurrido en tiempos recientes y en ellos queda claro el poco o nulo respeto por la ley o la autoridad que tienen muchos ciudadanos.

Tlahuelilpan es el ejemplo de lo que pasa cuando el desafío a la ley se convierte en una forma de vida. Esa tragedia que ha cobrado más de 100 vidas no solo pudo evitarse, sino que es producto de una cadena de omisiones y negligencias.

Detrás de cada catástrofe, de cada abuso, de cada acto indignante, hay una violación de la ley.

Todo mundo sabe que robar combustible y almacenarlo para revenderlo o consumirlo está prohibido y hay una pena por ello, pero el incentivo del beneficio económico que se obtendrá hace que muchos opten por retar a la autoridad. Más grave todavía es que algunos tomen este camino convencidos de que no habrá castigo ni represalias por ello.

Hay una lógica oscura en esta decisión: quienes han robado combustible o atacado instalaciones de Pemex ya pueden acogerse a la explicación-justificación emitida desde la Presidencia de la República: se han visto obligados a delinquir por necesidad. Así, la discusión se traslada del cumplimiento de la ley a los motivos, o pretextos, que llevan a alguien a quebrantarla.

Mala cosa si los servidores públicos, que juraron cumplir con la Constitución y las leyes que se desprenden de ella, defienden a quienes no la respetan invocando un orden de las cosas injusto.

“Comete el delito de robo el que se apodera de una cosa ajena mueble, sin derecho y sin consentimiento de la persona que puede disponer de ella”, dice el artículo 367 del Código Penal Federal. El mismo estipula qué castigo debe aplicarse a quien lo comete.

Pero más allá de códigos y reglamentos, por sentido común sabemos que robar no está permitido, como tampoco lo está evadir impuestos, tirar basura, agredir a otras personas o estacionarse en zonas prohibidas. El problema es que esos pequeños actos de desobediencia configuran, poco a poco, el gran mural del desarreglo y la anarquía que, paradójicamente, afectan a todos los mexicanos.

Los videos que muestran los minutos previos al estallido del ducto en Tlahuelilpan son ejemplo de lo mucho que no funciona en nuestro país. Un grupo se beneficia de un robo sin medir las consecuencias, la autoridad (soldados y policías federales en este caso) evita involucrarse por temor a que se les acuse de represión y se convierte en convidado de piedra que solo actúa para remediar.

Detrás de cada catástrofe, de cada abuso, de cada acto indignante, hay una violación de la ley; no pocos se engañan haciendo distingos entre trampas inofensivas y grandes violaciones. No se trata de lanzar moralina ni de lanzar sermones: la única forma de evitar abusos y catástrofes es someterse a las reglas.

Alcanzar el bienestar requiere que dejemos atrás el gobierno de los hombres para entrar al imperio de las leyes. No se requieren actos heroicos, solo compromiso y empatía. De todos.

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