Un mundo multicultural

Por María de la Lama

En ningún lugar del mundo es posible vivir hoy sin pensar nuestra relación con culturas diferentes. Ningún lugar está totalmente aislado del resto del mundo, en tanto que en todos lados es posible e incluso fácil encontrar elementos y manifestaciones de casi cualquier cultura, incluídos rincones recónditos del planeta. Este estado de cosas es celebrado desde conceptos como la diversidad y el multiculturalismo, que insisten no solo en la importancia de tolerar y convivir con diferencias, sino también en la de festejarlas y protegerlas.

Estas posturas multicultiuralistas frente a la globalización son consideradas el acercamiento “ilustrado”, vanguardista, a la idea de cultura, y comparten la premisa de que el acercamiento correcto a las diferencias culturales empieza y termina en una especie de admiración respetuosa hacia lo exótico, que, parece, es suficiente para garantizar la estatura moral de un individuo globalizado. Resulta interesante, sin embargo, la tesis que defiende el filósofo esloveno Slavoj Zizek en un ensayo titulado “Multiculturalismo”: que hay ciertos aspectos del discurso del multiculturalismo que son profundamente imperialistas y condescendientes. Para Zizek, la globalización actual visibiliza a la diferencia, a lo ajeno y “marginado”, pero solo de una forma particular, que denigra a lo diferente y lo categoriza como irrelevante.

La escritora nigeriana Chimimanda Ngozi Adichie visibiliza un primer ejemplo de la forma que toma este problema en el universo literario. En una plática organizada por la organización sin fines de lucro TED, Ngozi advierte acerca de lo que llama “el peligro de una sola historia”: el riesgo de crear una única historia acerca de la forma que debe tomar una determinada disciplina o actividad artística. Adichie relata que uno de sus profesores afirmó que sus novelas tenían el defecto de no ser “auténticamente africanas”: “El profesor dijo que mis personajes se parecían demasiado a él, un hombre educado, de clase media. Mis personajes conducían vehículos, no morían de hambre; entonces, no eran auténticamente africanos” (Adichie 2009).

La crítica del profesor, su indignación, no estaba solo ligada a su prejuicio o estereotipo acerca de lo que es un africano promedio, representativo, “auténtico”. Para el profesor el hecho de que una mujer africana escribiera una novela que no hacía suficiente énfasis en la particularidad cultural de la autora, era por sí mismo una razón para denigrar la novela. Siguiendo esa lógica, la única o la principal función que fungiría en el mundo occidental un libro escrito por una mujer de Nigeria, es representar la cultura africana: llevar el misterio, las diferencias y los exóticos colores de lo ajeno, a la gente normal: los accidentales. La implicación es que la literatura multicultural, extraña, no está en el mismo plano que la occidental: no puede ser evaluada con los criterios con los que se evalúa la literatura que no tiene cascabeles sobre sus apellidos, como la literatura europea y estadounidense. La literatura africana debe estar siempre al servicio del multiculturalismo.

 

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