Un necesario viejo gordo, rojo y barbón

Por: Alejandro Fitzmaurice

Tenía seis años. Comencé a sospechar dos días antes de Navidad, cuando encontré los regalos sin envolver exactamente debajo de la mesita con mantel donde mamá colocaba el árbol. Pésimo escondite. Sigo reclamándoselos hasta la fecha.

Rompí a llorar y me fui a hacer un drama al trajín de la cocina. Olía a pavo y a fruit cake. Estaban doña
Ivonne, mi queridísima nana, mi abuela y mi papá, a quien recuerdo perfectamente picando almendras. De lo que ya no me acuerdo es de los argumentos, de las explicaciones.

El caso es que media hora después, estaba sosteniendo el auricular con la izquierda y secándome las lágrimas
con la derecha gracias a que el viejo gordo y barbón estaba al otro de la línea, explicándome que esa Navidad estaba muy enredado – usó esa palabra– y que por eso debió enviar cuatro extraordinarios muñecos originales de la colección de He-Man por adelantado y sin envolver.

Por supuesto, el autor de la llamada fue don Juan Fitzmaurice, quien le había prestado el teléfono a mi tío
Luis y a mi tía Chivi –nuestros adorados vecinos de toda la vida– para ejecutar una de sus magias: la voz
del más insigne habitante del Polo Norte, la cual le sale perfecta.

La verdad que demolió las fantasías llegó años después, cuando una tarde de lluvia decembrina en el estacionamiento de Plaza Buenavista mi mamá me entregó en el coche a Miguel Ángel –la tortuga ninja de los nunchakus– y le puso punto final al cuento del hombre con traje rojo. Me explicó, siempre muy amorosa, que todas las ilusiones tenían fecha de caducidad y ésa no era la excepción.

No dije nada en aquel momento. A fin de cuentas, en el salón del Colegio Montejo donde yo estudiaba ya se habían formado dos bandos: los que creíamos y los que no. Sin embargo, despertar aquella Navidad sin nada bajo el árbol me hizo entender que estaba creciendo.

Anécdotas como las anteriores hacen cuestionarse a cualquiera, supongo, sobre la pertinencia de repetir el ritual del hombre en el trineo o su equivalente chilango de tres monarcas montados en un caballo, un camello y un elefante.

Una amiga del trabajo, por ejemplo, no se anduvo con sentimentalismos y se ahorró toda la mitología en torno al venerable anciano de rojo: la elaboración de la cartita que se llevan los duendes, las galletitas en la sala y vigilar el cielo la noche del 24 por si pasa un trineo volador. También la emoción de envolver al filo de la navaja temiendo que algún chiquito se levante: dijo la verdad desde el principio. Claro está, los regalos llegan, aunque su hijo ya sabe quiénes son los responsables.

A mí, por el contrario, desde hace cinco años me siguen ganando las ganas de ser niño otra vez y cumplo con todos los deseos de la misiva, a pesar de las muecas de Lizi (perdóname, amor, te informo que sí se adquirió la cárcel de Batman). Ya sé que ninguna mentira es buena y que la verdad no le va a gustar mucho en su momento al señor Berrinches, que viene a ser mi hijo. Pero hacemos estas cosas porque si no la vida sería demasiado simple.

Sí, ya vendrán los tragos amargos, pero de mientras, vamos todos a emborracharnos de ilusiones.

¡Felices fiestas!

 

 

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