Verbos para el Laberinto

Lo que me queda claro de Fidel

Por Alejandro Fitzmaurice

Da igual cuántas rabietas le haya hecho pasar a la huesuda. Un día tenía que morirse. Estoy volviendo a ver los festejos en la Calle Ocho. En el noticiero, una mujer –cubanísima al parecer– dice que votó por Trump porque no tolera que Obama haya hecho pactos con el mismísimo diablo. En resumen, todos bailan. Hay que ser muy canijo para que le celebren a uno el dejar de respirar.

No obstante, días después, unas millas al sur, miles asisten a rendir respetos, elogios, homenajes. El último mitin en torno a Fidel, que por primera vez se calla para ofrecer un discurso de silencios más allá de la elocuencia. “Hasta la eternidad, Comandante”, le dicen algunos allá. Siempre hay dos lados de la historia, claro. Pero los honores se repiten también aquí y en otras partes. Eso es lo que me extraña.

Por supuesto, aunque por oídas, conozco las proezas castristas. La Cuba de Castro Ruz fue una Cuba sin hambre, con oportunidades educativas y acceso a la salud, a diferencia de los tiempos de Batista, y muy a pesar del embargo norteamericano, que nunca fue ancla suficiente para hundir a nadie.

Incluso, alguna vez me contaron de logros locos como que científicos de aquel país habían desarrollado una vacuna contra la caries, aunque eso, francamente, me huele mucho a las finezas periodísticas de “El Deforma”.

Como sea, a mí nadie me quita de la cabeza los otros relatos: ni el de Reinaldo Arenas y su odio a Fidel a través del filme “Antes de que anochezca” –véalo, es extraordinario–, ni los de otras películas como “Fresa y chocolate” (¿A ti te gusta Vargas Llosa?) o del increíble documental de tristes silencios cuyo nombre ya no puedo recordar.

También tengo presente la historia del Readers Digest que le encanta contar a mi papá: la del turista gringo que fue a Cuba a hacer vela y que hace buenas migas con un habanero. Al final se despiden, no sin antes darle aquel güerito un regalo de oro al antillano: la libertad en forma de tabla de windsurf. El joven entrena todos los días, estudia las corrientes marinas y entiende los caprichos del aparejo hasta que un día, sin decir agua va, enfila rumbo al horizonte de Miami con tiburones y marejadas como antagonistas puntuales en un cuento con final feliz que merecería ser película.

Así, queda claro que algo está mal en la isla. Hay que tener mucho miedo, valor o rabia para meter algún recuerdito en la maleta, tatuarse en la memoria el carnaval que son los cubanos y largarse del paraíso terrenal para adentrarse al tormento del exilio.

Puede que Fidel haya construido una Cuba mejor que la de Batista, pero no fue ésa una Cuba para todos y allí está el fracaso. Ciertamente, los trasnochados pueden defenderlo como mejor les parezca, pero no quieran tapar el sol con un dedo: la libertad no puede racionarse y todavía no hay reportes de experimentos políticos que generen felicidad en jaulas, aunque sean socialistas.

Los hombres también somos pájaros.

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