Por: María de la Lama
A nivel nacional o internacional, el término “violencia” se dispara de lado a lado para defender o criticar políticas, actitudes o tradiciones. Pero las delimitaciones del concepto están cada vez menos claras, para bien o para mal. Violencia ya no es solo sangre o golpes; ahora se habla de violencias, y muchas de estas violencias son mucho más abstractas. La idea de “violencia simbólica”, por ejemplo. Un ejemplo es el maltrato simbólico hacia los adultos mayores en los asilos, o incluso en las casas de sus familiares. Aunque no reciban golpes, muchas veces se les arrebata su dignidad y se les infantiliza. En ambos casos hay un movimiento simbólico que no es físico pero que duele profundamente. Tristemente, cuando se quejan, les piden ver las marcas de un golpe para validar la acusación. Como me dijo un amigo: “como la dignidad no es observable, la violencia simbólica pasa desapercibida”.
Más allá de la ambigüedad de la noción de “violencia simbólica”, he escuchado muchas veces una crítica particular hacia esta ampliación del concepto: que al enfocarnos en el sufrimiento que resulta de la violencia simbólica, menospreciamos el sufrimiento “real”, experimentado por quienes son víctimas de la violencia “real”. Esta crítica es fácil de refutar: ¿qué hace más real el sufrimiento físico que el emocional? El sufrimiento es por definición subjetivo; basta que se sienta como tal, para que lo sea. Pero es una objeción intuitivamente atractiva. A pesar de que no sepamos por qué, y reconozcamos que la dignidad o las emociones pueden doler tanto o más que una tortura física, a muchos nos parece que sí hay algo equivocado en la homologación de violencia física y violencia simbólica. ¿Será una intuición injustificada?
El filósofo Daniel Schubert sostiene en un artículo que “el rechazo de la realidad de la violencia simbólica es en sí mismo un acto de violencia simbólica. Negar tal sufrimiento porque no es genuino agrava los efectos de la violencia simbólica al llevar a los enfermos a cuestionar la legitimidad de su propio dolor y miseria” (Daniel Schubert, “Suffering/symbolic violence”, p. 191). Yo no sé si estoy de acuerdo. Tengo muy claro que dolor es dolor, sin importar de dónde venga. Y que las agresiones simbólicas duelen y deben ser combatidas de forma proporcional a ese dolor. Pero, ¿no será que cuestionar la legitimidad de ciertos dolores, los reduzcan? Como sostienen corrientes psicológicas como la terapia cognitiva, que combate la depresión cuestionando la legitimidad de los sentimientos negativos que tenemos acerca de nosotros mismos. Creo que hay golpes a la dignidad que lo son solo porque tenemos creencias que no están justificadas. Y creo que muchas veces una víctima tiene más control sobre el dolor de agresión simbólica que el de una física.
Con todo esto quiero decir que entiendo a los que les incomoda la revolución del concepto. Pero si la ambiguación del término “violencia” es el costo a pagar por que tanto dolor invisible se reconozca y castigue, le doy la bienvenida.