¿Cuánto cuesta la felicidad?

Por Mario Barghomz

Mucho se ha relacionado o se ha querido comparar a la felicidad con el dinero, poniéndolos en un rango de semejanza e igualdad. Y aunque en apariencia parece ser cierto por todo aquello que proporciona el dinero (placer, gusto, alegría, satisfacción…), sólo es una mera apariencia, diría Platón; una falacia. Un sofisma en el que sin embargo, mucho se cree.

La felicidad, contraria al valor y la herramienta del dinero para generar y comprar bienes materiales, es básicamente un estado del alma, de plenitud espiritual y paz interior, de serenidad y contemplación como lo observó también Aristóteles en su Filosofía Ética. Un estado de conciencia de acuerdo a la filosofía tibetana.

Contrario a esto; el dinero representa un “estado financiero”, de poder de adquisición de bienes materiales y pago de placeres y deseos bajo es estigma de la mercadotecnia.

Y es quizá aquí donde radica el equívoco; en el hecho de pensar y creer que un bien material (financiero): coche, casa, terreno, ropa, zapatos, yate, avión, más coches, más casas, más ropa, más zapatos…y todo aquello que se derive del dinero; representa a la vez un bien del alma (o para el alma), de la virtud de un espíritu pleno en la esencia intrínseca de su ser mismo.

Para Aristóteles; ser feliz es “estar bien” dentro de un estado contemplativo ausente de necesidades mundanas, pero ajenas también (y hay que aclararlo) a la carencia de la pobreza humana.

En este sentido, quiere decir, que no es lo mismo estar bien por la propiedad de un bien material (que invariablemente termina siendo relativo, temporal y finito), que estar bien por virtud del alma, en el bienestar que se siente más allá de toda necesidad mundana. Le llamamos “paz interior” o espiritual; una paz que el dinero no da ni compra. Y que precisamente no puede hacerlo, porque no es su función, no está en su tarea de poder o compraventa.

Ninguna riqueza, en ningún lugar del mundo, ningún hombre en ningún tiempo, que sepamos, ha podido comprar la felicidad; ni un kilo, un pedazo, un litro, un metro para guardarla o ahorrarla, para especular sobre ella, para meterla en la bolsa de valores y cotizarla en acciones financieras, para convertirla en monopolio o hacer finalmente un diamante con ella para engarzarla en un collar o guardarla en una caja de seguridad para no perderla o alejarla de los ladrones.

Vender o comprar algo nos puede dar placer y emoción, pero no felicidad. Y muchas veces detrás de ello, hay desdicha e insatisfacción como cuando se paga por las caricias y los brazos de una prostituta. O la euforia y la risa de un borracho que en su desgracia adictiva, ha pagado por su alcohol y su alegría, pero no por el bienestar de su alma.

Un hombre verdaderamente feliz no es aquél que puede comprar algo o todo, que tiene dinero o no lo tiene; sino aquél, como dice Sócrates, que no necesita hacerlo o tenerlo para estar bien. Un hombre que se complace en el hecho mismo y significativo de vivir, en el propio sentido intrínseco de la vida donde lo que no se tiene o no se pueda comprar, no quiere decir que falte, sino que no se necesita.

Tanto la pobreza como la riqueza no son márgenes para la felicidad, sino ausencias. Porque si así fuera; el rico podría comprarla, hacerle un cheque o un depósito a cuenta, mientras que el pobre estaría condenado de por vida a no tenerla. Pero tanto a unos como a otros les llueven penas y desgracias, dolores y penas, sufrimiento que no nos pide la cuenta porque su valor es ajeno al dinero.

La felicidad no tiene precio; es un don, una capacidad que se cultiva, que se siembra un día y se cosecha después, aunque en la sencillez misma de sembrar, el espíritu se complace en su contemplación, en aquello que se ofrece y se comparte, en la compasión que se otorga, en la paz, el sosiego y la mansedumbre humana. En el carácter de ser simplemente humano y beneficiarse de lo que la vida nos da en su desnudez.

Así de simple es la felicidad, ¡no vale nada y lo vale todo! Y no es en la superficie de nuestras pasiones donde hay que buscarla (el deseo, la satisfacción de un rato, la alegría de un día, la risa espuria) sino en el fondo de nuestra alma, en la permanencia de nuestra serenidad y plenitud.

 

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.