Mario Barghomz
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Quizá antes de hablar de la mente humana, habría que situarnos en el principio de la vida, cuando ésta comenzó con la aparición de las primeras bacterias hace cuatro mil millones de años. Naturalmente las bacterias no tienen cerebro, no poseen neuronas, aunque sabemos que son inteligentes. El neurocientífico Antonio Damasio le llama “inteligencia sin mente”. Una inteligencia que vive en la profundidad de su organismo biológico.
El cerebro humano aparecerá mucho tiempo después, luego de miles de millones de años. Antes también aparecerán los peces, las plantas, y nuestros ancestros los mamíferos.
Hace 300 mil años -dice Damasio- apareció en la Tierra el primer homo sapiens. Y aunque seguramente aún neandertal (primitivo) ya poseía una mente humana. Una mente que piensa y que siente, una mente que comienza a organizarse más allá del simple instinto de sobrevivencia. Y desde ese momento hasta nuestros días, el cerebro mantendrá su evolución constante; su desarrollo y cambios bio antropológicos a través de cada época y periodo genealógico humano.
En la película “La guerra del fuego”, un clásico del cine de hace 40 años; se narra cómo vivían hace 80 mil años nuestros antepasados. En ella podemos ver cómo algunos son todavía casi monos con conductas y comportamientos precariamente instintivos y violentos.
Contrariamente a esa precariedad racional del pasado; el cerebro que poseemos hoy es un cerebro muy desarrollado (aunque en muchos sentidos no deja de ser violento e instintivo). Un cerebro que no sólo ha evolucionado en su aspecto y su peso si lo comparamos con el primitivismo del Paleolítico, sino en la posibilidad de haber desarrollado, más allá de su área reptiliana y occipital, encargada de las áreas naturales (automáticas) para nuestra sobrevivencia (que seguramente era la más desarrollada en los neandertales de los que hablamos), aquellas otras donde se gestionan nuestros sentimientos (cerebro límbico) y nuestro razonamiento (área racional o prefrontal).
La posibilidad que tenemos hoy de poseer un cerebro muy desarrollado (y reconocerlo), no era algo con lo que contaban nuestros ancestros los homínidos ni los primeros neandertales que poseían apenas un cerebro muy pequeño y básico, encargado únicamente de mantenerlos vivos, procesando su ritmo respiratorio y cardiaco, su temperatura y su digestión.
Nuestra posibilidad moderna se remonta hasta hace apenas 30 mil años, con un homo sapiens neolítico que dominaba ya el factor del lenguaje y la comunicación. Y seguramente un pensamiento más abstracto que le permitió organizarse mejor y desarrollar su habilidad social.
Seguramente ese cerebro ya pesaba alrededor de mil quinientos gramos y su número de neuronas era igual al nuestro (86 mil millones). Sólo poco después el mundo (nuestro mundo) comenzó a cambiar radicalmente. 25 mil años después aparecerían las grandes civilizaciones (Egipto, Babilonia, Mesopotamia…) de donde parte toda nuestra cultura y educación actual.
No dudemos que fue gracias a la función del cerebro en toda actividad humana y su desarrollada actividad neuronal, que civilizaciones como Persia, Fenicia, Grecia y Roma, se convirtieran en los grandes imperios a los que se refiere nuestra historia, liderados por hombres (políticos, comerciantes y generales) que más allá de sus luchas y conquistas bárbaras; son ejemplo de educación, arte y la cultura que hasta hoy son nuestra cuna y referencias. Y nada de ello hubiera sido posible sin la evolución y revolución de nuestro cerebro.
Fue Platón, el filósofo ateniense alumno de Sócrates (a.c.), quien por primera vez se refirió al alma como algo que radica en el interior de nuestro cuerpo. La parte racional (intelectiva dice Platón) de esta alma radica en el cerebro. Y es la encargada de controlar el aspecto irascible y concupiscible del alma que radican en la parte abdominal (los vicios y los apetitos) y la que se ubica justo en el pecho (pasión y deseo) del cuerpo.
Esta alma a la que hace referencia Platón, es nuestra mente.