El homicidio, de consecuencia a fenómeno normalizado

Hace poco visitamos Fortaleza, la ciudad de Brasil con el mayor índice de homicidios de adolescentes y niños. En 2013 la tasa de homicidios era de 267,7 por cada 100.000 habitantes entre jóvenes de 16 y 17 años, pero su mapa de violencia letal dibujaba un arco casi perfecto, alejado de la zona turística, donde había barrios sin ningún homicidio en un año.

Cuando les preguntamos a jóvenes de estos lugares cuántos asesinados han conocido, a veces utilizan los dedos de las dos manos para contarlos. Hace unas semanas, un extraficante nos decía que no recordaba a cuántas personas había matado. Lo hacía porque era lo que tenía que hacer: eliminar al enemigo. Un policía de Río de Janeiro relataba una historia similar. Lo más común es que tampoco recuerden cuántos compañeros han muerto. Un chico de 15 años nos contó que había matado a su novia porque se enfadó con ella. Tenía la pistola y disparó. La falta de premeditación suele ser escalofriante.

La mayor parte de los asesinatos en América Latina se concentran en los siete países de esa ruta que seguimos desde enero. Hace tres años los recorrimos, con otros once países latinoamericanos, para escribir Narcoamérica, un libro sobre el impacto del narcotráfico en cada uno de ellos. Cuando preguntamos a las autoridades la causa de sus tasas de homicidios, la respuesta más repetida era el narcotráfico.

El tráfico de drogas es un potenciador de nuestros males, no la causa de todos ellos. Es un negocio donde el asesinato es algo común. Países como Nicaragua, Costa Rica y Panamá, que también son parte de la ruta de la droga hacia Estados Unidos, tienen las tasas más bajas de Centroamérica, a una distancia sideral de sus vecinos del Triángulo Norte en Perú y Bolivia, dos grandes productores de cocaína,  tampoco se mata tanto como en Colombia.

Los países más homicidas tienen problemas comunes, pero también particulares. La guerra contra las drogas en México se convirtió el año pasado en el segundo conflicto más letal del mundo (solo superado por Siria). En Guatemala, El Salvador y Honduras, la lucha entre las pandillas los ha situado como la región mundial con mayor tasa de homicidios. Colombia busca la paz: las muertes asociadas al conflicto descendieron más de un tercio en una década, pero otras formas de la violencia dejaron más de 12.000 asesinatos el año pasado. Venezuela sufre una descomposición social y económica. Hasta 2016, la fiscalía estuvo ocho años sin dar cifras oficiales sobre homicidio. El último informe señala que el año pasado hubo 21.752 homicidios. En Brasil se pelea por territorio, ya sea en la ciudad o en el campo. Su policía es una de las más letales del mundo. Cada país, cada ciudad, cada barrio tiene su propia disputa. Entre todas ellas, en América Latina mueren asesinadas 144.000 personas cada año

Durante años, los gobiernos han maquillado la cifras y han culpado al vecino. Los números, a veces, causan más preocupación que los muertos.

El homicidio no es solo una consecuencia, es un fenómeno normalizado en nuestra sociedad para resolver conflictos. Como sucede con una enfermedad o adicción, el primer paso es aceptar que somos países asesinos. Durante años, los gobiernos han maquillado la cifras y han culpado al vecino. Los números, a veces, causan más preocupación que los muertos. Cada año, la ONG mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal publica “El listado de las 50 ciudades más violentas del mundo”. La lista la componen casi exclusivamente ciudades latinoamericanas (43 este año). La metodología de la organización utiliza a veces fuentes no fiables como reportes periodísticos. Pero cualquier autoridad quiere salir de la lista porque causa un revuelo internacional. Hace unos meses fuimos a Acapulco y el secretario de Turismo celebraba que su ciudad ya no estaba entre los primeros puestos y que había otras con índices peores (en 2016, Acapulco subió del cuarto al segundo lugar). Cuando San Pedro Sula encabezaba el listado, el alcalde hondureño nos respondió: “Aquí no hay tanques como en México”.

En otros casos, los gobiernos se han convertido en actores de los asesinatos atacando la violencia con más violencia, como Rodrigo Duterte en Filipinas o el tándem Felipe Calderón/Enrique Peña Nieto en México, un país que más de una década después de militarizar el combate al crimen empezó este año con el mayor número de homicidios desde que se tiene registro.

La cura a la epidemia de homicidios es larga y compleja. En América Latina hay algunas experiencias escasas que pueden estudiarse y replicarse. En Honduras, la Asociación para una Sociedad Más Justa desarrolló un proyecto para mejorar las investigaciones. En Venezuela, el Proyecto Alcatraz ofrece trabajo, deporte y formación a jóvenes en bandas criminales. En Brasil, se ha experimentado con policías comunitarias en lugares de riesgo con programas como Fica Vivo o Pacto Pela Vida. También se ha optado por poner el tema sobre la mesa con campañas contra la violencia letal como Guatemala 24-0, para promover 24 horas sin asesinatos. La restricción del porte de armas en ciudades colombianas ha derivado en disminuciones, aunque moderadas, de las tasas de asesinato. Regular la venta de alcohol como política de seguridad ha tenido éxito en Bogotá y en Diadema, en el estado de São Paulo.

En abril arrancó la campaña Instinto de Vida, en la que participan 30 organizaciones civiles de los siete países más violentos. El objetivo es reducir en un 50 por ciento los homicidios en los próximos 10 años a través de la mediación de conflictos, la regulación de armas, alcohol y drogas, la prevención de la reincidencia, la garantía del acceso a la justicia y al debido proceso o el fortalecimiento de la relación entre policía y comunidad. Todas las medidas tienen en común el rechazo a las políticas de mano dura, el foco en los lugares donde se concentran las muertes y el análisis del homicidio como un fenómeno social, educativo, económico y cultural; no solo un problema de seguridad. Todo eso está dando resultados prometedores. Pero es imposible pensar en una reducción de homicidios sin un Estado de derecho: cuando el sistema de justicia no funciona, cuando no hay investigación, cuando no hay sentencias, el asesinato crece.

Producimos una cantidad de muertos exorbitante para que lo investigue un sistema incapaz y sin voluntad: ya sea por corrupción o porque los que mueren no importan.

Hace pocas semanas, el periodista mexicano Javier Valdez fue asesinado en Culiacán, Sinaloa. Fue el sexto comunicador muerto este año. Las agresiones contra periodistas en México —casi 800 desde el 2000— tienen un 99.7% de impunidad. Este dato se refleja en todos los casos de violencia: en la búsqueda de desaparecidos, en los feminicidios, en las masacres. El sistema de justicia funciona como un embudo: desde el policía hasta el juez se va haciendo cada vez más estrecho. Otro ejemplo mexicano: hay cuatro jueces por cada 100 mil habitantes, cuando la media mundial es de 40. Producimos una cantidad de muertos exorbitante para que lo investigue un sistema incapaz y sin voluntad: ya sea por corrupción o porque los que mueren no importan. Hace unos años, en una escena del crimen, un inspector de homicidios de San Pedro Sula tenía su bloc de notas casi vacío y se indignaba porque no conseguía información: “A nadie le importa, esto es un show”, nos dijo al señalar a los curiosos que tomaban fotos del cuerpo. Las 400 escenas del crimen diarias demuestran que el derecho a la vida ha perdido valor.- The New York Times 

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