Mario Barghomz
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Por qué preguntar qué hará la vida por ti, si será buena o mala contigo. Pregúntate más bien qué harás tú con ella. O qué haces para que cada día de tu existencia sea tu mejor aliada y no tu enemiga de siempre.
Algunos dicen que la vida no los ha tratado bien, como si la vida fuera alguien con corazón o sin él, como si la vida pudiera pensar o tuviera ojos para mirar a quién sí o a quién no tratar mejor. La vida no es nada si no queremos que sea, y lo es todo si nos proponemos andar bien con ella. La vida es el tiempo, nuestro momento presente; nuestra mejor posibilidad o nuestra última oportunidad.
Vivir lo es todo a veces. Pero de nosotros depende ((¡y sólo de nosotros!) que la vida nos vaya bien. La vida no espera a ver qué hacemos con ella. Nos deja actuar, ser lo que somos, acertar o equivocarnos.
En la vida si alguien quiere gritarnos, necesitamos estar ahí para que suceda. Si alguien (por lo que sea) desea golpearnos, debemos estar presentes para que ocurra. Si alguien nos maltrata o nos molesta; somos nosotros los que dejamos que así suceda.
No es la vida quien me ignora para que yo no esté más presente. No es la vida quien me impide pensar o sentir aquello que más me importa o deseo. Soy yo (¡siempre yo!) quien le impide tener una mejor relación conmigo. Amarla, por supuesto, para fortalecer mi ánimo. Es mi amor por ella lo que dirigirá mi destino.
Y amar la vida es amarme a mí mismo en el pequeño ecosistema donde me muevo, entre las personas con las que convivo, amar mis propios sentimientos y el modo o la manera en que elijo seguir existiendo.
Amar la vida es no tener miedo, pero tampoco excederme en los riesgos, ser siempre prudente, tener voluntad suficiente, mantener el equilibrio y el balance sin desregularme o perder el control; ser quien soy sin defraudarme. Amar es amarme; saber que hay cosas con las que puedo actuar y otras en las que puedo intervenir. Pero saber también que siempre habrá situaciones fuera de mi alcance.
Amar la vida es atender mis propios problemas y no meterme en los de los demás, saber que siempre habrá cosas que pueden compartirse, pero habrá siempre otras que sólo me pertenezcan. Criterio y juicio razonables deben ser mis guías, empatía y buena voluntad con los otros.
La vida de cada uno siempre tendrá un nombre propio; el nuestro. Por ello que nos pertenezca desde nuestro nacimiento, y por ello mismo, también, que no podemos delegarla para que sean los otros quienes resuelvan nuestros desaciertos y errores con la intención de luego juzgarlos o acusarlos de lo que no hicieron o no pudieron hacer por nosotros.
Porque regularmente es fácil acusar a los demás por lo que nos pasa, y muy difícil asumir nuestro propio deber y responsabilidad. Sobre todo, ante situaciones que suponemos nos rebasan o son los otros en su humanidad quienes tendrían que resolverlo. El mismo hecho o circunstancia de sentirnos regularmente no amados o lo suficientemente apreciados, no debería exigirse ni demandarse si no hay un ánimo propio y la voluntad suficiente para obtenerlo.
Con la edad uno debería volverse más autosuficiente, cauto y más inteligente para contrarrestar y actuar ante aquello que parece imposible y fuera de nuestro alcance. La vejez no es el problema, sino cómo llegamos a ella. A mí me encantan los viejos que saben, que son sabios y no inútiles, los que no son imbéciles por el simple hecho de tener más años o volverse tan enfermos.
La vida, ¡la buena vida!; debe ser siempre nuestra máxima bendición. La mala; nuestra peor maldición.
¡Aprendamos a vivir!
Si hasta hoy no ha sido así; siempre es momento de empezar.