Hay poemas que marcan nuestra vida

 

Me asomo a la calle y desde la orilla de la banqueta, entre las ramas y hojas de mis amigos El almendro y El ficus avisto claramente la Luna casi llena, amarilla y muy brillante. Vaya, no todo es malo luego de la salvaje poda que les aplicaron trabajadores del ayuntamiento a estos sufridos árboles, los únicos que hay en la vía pública en unos 300 ó 400 metros de calle. Vuelvo a centrarme en la Reina de la noche y automáticamente me asalta el recuerdo de aquellas dos líneas de un poema de Juan Ramón Jiménez que se me grabaron desde la primaria: Doraba la luna el río / –¡fresco de la madrugada!–. Las otras dos líneas que completan el verso dicen: Por el mar venían olas / teñidas de luz de alba. El inminente amanecer descrito como sólo un poeta puede hacerlo.

No le pongo aquí el poema completo para ver si se anima usted a buscarlo y deleitarse con él. Se llama “Doraba la Luna el río” y es, como ya apuntamos, de ese español que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1956 (un año antes de que yo naciera, ¡fiuuuu!). Por cierto, también escribió el elogiado cuento, relato, disquisición o narración lírica como dicen los expertos, titulada “Platero y yo”, del que sólo puedo decir que es una delicia leerlo.

Más que hablar de poesía como una materia de estudio, arte y recreo, lo que quiero en esta columneja es hacer algunos apuntes sobre cómo ciertos poemas, o ciertas líneas de poemas, se quedan para siempre con nosotros porque las asociamos con momentos importantes o simplemente agradables de nuestra vida.

De pronto mi mente en automático repite aquellos versos tan musicales de mi admirado Gustavo Adolfo Bécquer que dicen: “Si al mecer las azules campanillas de tu balcón, / crees que suspirando pasa el viento murmurador, / sabe que oculto entre las verdes hojas suspiro yo”. El resto es un canto al amor –permítame la cursilería– que, no puedo negarlo, todavía hace que se me enchine la piel.

Bécquer no marcó un momento de mi vida sino una etapa, la de mi bachillerato en el Instituto Tecnológico Regional de Mérida, donde entré en contacto con el español gracias a la biblioteca de ese plantel, la primera que conocí en mi vida. Era yo un joven enamoradizo, idealista, apasionado por los libros aunque también, entre lo malo, impetuoso, competitivo y tan “contreras” que era yo antiizquierdista, pues me caían mal los políticos populistas y demagogos. Bueno, me siguen cayendo mal…

 

Vencer la cobardía

Hay un poema para mí inolvidable del que no resisto poner el principio y el final (poco le estoy cortando): Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza! / ¡Qué rubios cabellos de trigo garzul! / ¡Qué ritmo en el paso! ¡Qué innata realeza / de porte! ¡Qué formas bajo el fino tul… / …Pero tuve miedo de amar con locura, / de abrir mis heridas, que suelen sangrar, / ¡y no obstante toda mi sed de ternura, / cerrando los ojos, la dejé pasar!

No se imagina usted cómo me emocionaban estas líneas, que me recuerdan las veces que asistía a unas veladas que se realizaban en el patio del edificio central de la Uady. Ese poema se lo recuerdo a un joven de Dzidzantún que era excelente declamador. “Cobardía” se llamaba el poema y era de la autoría nada menos que del nayarita Amado Nervo. Eran esos años en los que enamorar a una joven era una de las cosas más emocionantes en las que se podía uno empeñar. Por esos afanes aprendíamos versos, practicábamos la declamación y tocábamos la guitarra, a menudo en medio de alegres libaciones. ¡Qué tiempos aquéllos, permítame decirlo, aunque suene trillado! Entre los jóvenes de nuestra conservadora Mérida estaban de moda los pantalones acampanados de tela de cuadros, las camisas de colores fuertes y largos cuellos, y las medias botas Ringo, de Canadá.

 

Cuando no importa morir

“Morir, y joven; antes que destruya / el tiempo aleve la gentil corona, / cuando la vida dice aún: «Soy tuya», / aunque sepamos bien que nos traiciona”. Así terminaba “Para entonces”, de Manuel Gutiérrez Nájera, y cómo nos encantaba ensayar la declamación de ese breve poema, que tan bien se sentía repetir a una edad en la que no le teníamos miedo a la muerte, y chico se nos hacía el mar para hacernos un buche. Como decía abuelo Fernando, a esa edad ni piensas que te puedes morir.

Si todavía conservo en mi mente frases de poemas o detalles de algunos relatos o novelas es gracias a mi buen y querido maestro Abraham Simón Faisal y al libro de literatura que nos sirvió de texto base en el primer año de secundaria, y que era o es obra de dos destacados educadores y funcionarios de educación como lo fueron José Vizcaíno Pérez y Moisés Jiménez Alarcón. Ese libro, voluminoso, es la mitad de hojas blancas y la otra mitad de hojas azules, y estas últimas correspondían a una antología de los diferentes géneros literarios. Una belleza de libro, del cual por cierto conservo un ejemplar que rescaté de una librería de viejo.

 

Un poeta de muchas agallas

Los motivos del lobo, del nicaragüense Rubén Darío, y Romance de la Migajita, del mexicano Guillermo Prieto, son otros poemas que ocupan un lugar destacado en nuestro corazón, y los cuales aprendimos de memoria para presumirlos en nuestras tertulias juveniles. Por cierto, la figura de Guillermo Prieto resaltó aún más entre muchos de los jóvenes de entonces cuando nos contó uno de nuestros maestros cómo el poeta le salvó la vida al presidente Benito Juárez cuando, apresado éste en Guadalajara, iba a ser fusilado por un pelotón comandado por un militar desobediente y atrabancado. “¡Alto, levanten esas armas, alto! ¡Los valientes no Asesinan!”, cuentan los libros que gritó Prieto, que también dicen que era un gran orador, para detener el fusilamiento del futuro Benemérito de las Américas.

 

 

Permítame, paciente lector, rematar estas líneas con el conmovedor final de Romance de la Migajita, una mujer que llevó al extremo su amor por un hombre, y que hoy día probablemente sería aborrecida por los grupos feministas.

En el panteón de Dolores,

Lejos, en la última fila,

Entre unas cruces de palo

Nuevas o medio podridas,

Hay una cruz levantada

De pulida cantería,

Y en ella el nombre del Ronco,

“Arizpe José María”.

Y al pie, en un montón de tierra,

medio cubierto de ortigas,

sin que lo sospeche nadie

reposa la Migajita,

flor del barrio de La Palma

y envidia de las catrinas.

 

Como dicen los expertos, la poesía no hay (solamente) que entenderla, sino sentirla. Y eso hacíamos en los años setentas.

 

Por Gínder Peraza Kumán

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.