Ratio Essendi

El milagro, sello de Dios

Por Roberto A. Dorantes Sáenz

Los días del 25 al 29 de noviembre del presente año se realizará el encuentro “Ciencia y sostenibilidad: impactos del conocimiento científico y de la tecnología sobre la sociedad humana y su ambiente” organizado por la Pontificia Academia de las Ciencias en el Vaticano. El astrofísico británico ateo Stephen Hawking participará en el encuentro

Hawking ha sido siempre objeto de polémica por sus teorías acerca del origen del universo que, según él, niegan la existencia de Dios, y por lo tanto la compatibilidad entre ciencia y fe.

El diario español El Mundo publicó en junio de 2015 el siguiente testimonio de Hawking: “En el pasado, antes de que entendiéramos la ciencia, era lógico creer que Dios creó el Universo. Pero ahora la ciencia ofrece una explicación más convincente”. “No hay ningún Dios. Soy ateo. La religión cree en los milagros, pero éstos no son compatibles con la ciencia”.

Este “científico” niega uno de los principales criterios de la religión, es decir, los milagros; para comprobar la divinidad de la revelación, existen dos tipos de criterios, díganse los criterios externos e internos.

Los criterios externos consisten en ciertas señales ligadas a la revelación como un testimonio de su verdad; por ejemplo, los milagros.

Los criterios internos son aquéllos que se encuentran en la naturaleza de la doctrina misma en la manera en que fue presentada al mundo, y en los efectos que produce en el alma. La inmunidad de la alegada revelación contra cualquier enseñanza, especulativa o moral, que sea manifiestamente errónea o contradictoria en sí; la ausencia de todo fraude por parte de los que la transmiten al mundo, proveen criterios internos negativos.

Los efectos benéficos de la doctrina están en su capacidad de cumplir incluso las más altas aspiraciones que el hombre pueda forjarse. Otro consiste en la convicción interna que siente el alma frente a la verdad de la doctrina (Suárez, “De Fide”, IV, sec. 5 n. 9).

Hawking es un “científico” moderno que tuvo sus predecesores desde el siglo XIX, en ciertas escuelas de pensamiento hubo una tendencia expresa a negar el valor de todo criterio externo. Esto se debió en gran medida a la polémica racionalista en contra de los milagros. No pocos teólogos no católicos, ansiosos de llegar a acuerdos con el enemigo, adoptaron esta actitud. Aceptaban que los milagros son inútiles como cimiento de la fe, y que constituyen por el contrario uno de los mayores obstáculos que yacen en su camino. La fe, admitían, debe presuponerse antes de que el milagro pueda ser aceptado.

Cuando se presenta a la mente la verdad mezclada con el error, sucede a menudo que se cree que toda la enseñanza, lo cierto y lo falso por igual, tiene una garantía divina, toda vez que el alma ha reconocido y acogido la verdad de alguna que otra doctrina, por ejemplo, la expiación. Tomado aisladamente y sin contar con una prueba objetiva, encierra sólo una probabilidad de que la revelación sea verdadera. De ahí que el Concilio Vaticano I condena expresamente el error de quienes enseñan que es el único criterio (De Fide Cath., cap. III, can. III).

La concordancia perfecta de una doctrina religiosa con las enseñanzas de la razón y la ley natural; su facultad de satisfacer, y colmar, las aspiraciones humanas más sublimes, su influencia benéfica sobre la vida pública y privada, nos proporcionan una prueba más confiable. Éste es un criterio que se ha aplicado a menudo contundentemente al alegar que la Iglesia Católica es la sola custodia de la Revelación de Dios.

La Iglesia siempre ha considerado los criterios externos (milagros) como los más fácilmente reconocibles y más decisivos. Por ello enseña el Concilio Vaticano I: “… para que la obediencia de nuestra fe sea conforme a la razón, quiso Dios que a la asistencia interna del Espíritu Santo estén unidas pruebas externas de su revelación, esto es, hechos divinos (facta divina), y, ante todo, milagros y profecías que, mostrando claramente la omnipotencia y conocimiento infinitos de Dios, son signos certísimos de la revelación divina y son adecuados al entendimiento de todos.” (De Fide Cath., cap. III).

Como un ejemplo de una obra evidentemente divina y no obstante distinta del milagro o profecía, el Concilio cita a la Iglesia Católica, la cual, “en razón de su admirable propagación, su sobresaliente santidad y su incansable fecundidad en toda clase de buenas obras, por su unidad católica y su invencible estabilidad, es un gran y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su misión divina”. Los milagros son, por así decirlo, un sello fijado por la mano de Dios mismo, autenticando la obra como suya.

Para concluir, brevemente afirmamos que la maravilla del milagro se debe al hecho de que su causa está oculta, y se espera un efecto diferente al que realmente ocurre. Por lo tanto, en comparación con el curso ordinario de las cosas, el milagro se llama extraordinario. Hawking podrá explicar el “origen” del Universo pero no podrá negar la existencia de los milagros, por citar un ejemplo la Resurrección de Cristo, como afirma San Pablo (1 Corintios 15:14): “Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana nuestra fe”. Aquí nos encontramos ante un hecho histórico, científicamente comprobado y prueba de la Revelación Divina.

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