La casa del montículo

Llueve con ganas. Cada vez que el alcalde de Tahdziú, Pedro Yah Sabido, explica que se hicieron las cosas bien, suena un relámpago. Coincidencias de la vida. Lo cierto es que, de acuerdo con su versión, hizo lo que pudo hasta donde el pueblo lo dejó. La tragedia hizo aflorar dolores ajenos, incluso heridas políticas de la reciente jornada electoral que todavía no cierran. “Cuando estaban protestando, hay gente que estaba gritando: ‘Queremos concejo municipal’ (se refiere a cuando un presidente de manera interina ocupa el lugar del primer edil) ¿Para qué quieres concejo? Si éste es un problema familiar”, explica.

Por eso, cuando le dijeron que no querían a la familia del supuesto violador y asesino ahí y se le encararon, no tuvo más remedio que hablar con terceros para convencer a los familiares del sujeto de emprender un auténtico éxodo y evitar más desgracias. Hasta el momento, no sabía si en algún poblado los habían aceptado.

Tras una larga entrevista, salimos a la calle. Ha escampado. Las calles son un reguero de niños que no contienen la alegría del fin de la lluvia. Me siento en el pretil de la acera para platicar con Jorge, que tiene seis años, una camisa de Spiderman igual a la de mi hijo y me pregunta muy quitado de la pena cómo me llamo, mientras su mamá me mira, desde la casa de enfrente, con una risa desconfiada. “¿Eres misionero? Pareces uno. Aquí los misioneros dejaron de venir”, me dice.

Rumbo a la iglesia para intentar platicar con el padre, un charco gigantesco es gritos y risas para cerca de 10 chiquitos que, además de lodo, se están embarrando recuerdos de felicidad. La imagen es una extraordinaria paradoja de lo que Tahdziú ha sido en los últimos días para Yucatán…

Sin querer, lo primero que piso es un Tulip sin abrir y una Mirinda de litro y medio con todo y su tapa. Hay una gallina negra rondando por el cuarto de mampostería que fue la tienda. Atrás, nomás las paredes de lo que fue una casa a la que ni siquiera le dejaron el techo. Según el alcalde, entre las 100 personas que fueron a quemar la casa, edificada sobre un montículo, se acordó no tomar fotos ni videos. Así, las únicas evidencias de este escarnio, de esta expulsión bíblica, son las marcas de fuego en una pared verde, una nevera de refrescos con los vidrios hechos añicos y un estante de madera quebrado sin pertenencia que guardar.

De pronto, al alzar la vista, mujeres y hombres comienzan a asomarse. Aparecen de los solares, de entre las milpas y los montes vírgenes que todavía surgen entre las casas, las albarradas y los patios. En silencio, sin mediar palabra. Ojos bien abiertos, oídos aguzados. Dos forasteros caminan sobre los terrenos de Fuenteovejuna, sobre las ruinas de nuestra justicia, sobre la casa en el montículo.

No me atrevo a violar la línea amarilla que las autoridades policíacas han colocado para delimitar el escenario de la tragedia: el oscuro pozo de 30 metros y el lúgubre camino en el monte que una nenita de seis años, asesinada brutalmente, recorrió por última vez.

Doy la vuelta y pretendo caminar al revés, pero allá entre la maleza parece medianoche, aunque sean las cinco de la tarde. ¿Cómo se anda a tientas una brecha que no se conoce? Vuelvo a salir, y a lo lejos, dos mujeres se detienen al verme. No se deciden a seguir caminando. La mayor, finalmente, camina hacia mí, mientras la otra, una muchacha de 14 o 15 años, está petrificada cual estatua de sal en medio de la llovizna.

“Buenas tardes, seño”, le digo a la mujer que ya sonríe como avergonzada. “Buenas tardes… es que le tiene miedo”, me contesta, y como si se rompiera un encantamiento, la adolescente da una carrera, salta un larguísimo charco y resopla cuando su hombro toca el de su madre, sin duda, la escena más triste y dolorosa de todo el viaje.

Texto: Esteban Sanjuán

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