Una familia de siete integrantes encabezada por mujeres continúa su marcha hacia Estados Unidos como parte de la caravana migrante. Las declaraciones del presidente Trump todavía no les preocupan: por ahora están concentrados en superar un día más del recorrido
SAN PEDRO TAPANATEPEC.- Los migrantes, casi dormidos de pie, esperaron en la oscuridad que precede al amanecer para subir a las camionetas que los llevarían a la siguiente parada de su larga e impredecible marcha hacia Estados Unidos.
Cientos de ellos llenaron las calles que rodean a la plaza principal de San Pedro Tapanatepec, donde pasaron dos días tórridos y dos noches sin poder dormir. Cerca de las 3:45, las camionetas —prestadas a la iglesia católica— finalmente aparecieron.
La multitud se abalanzó hacia la parte de atrás de los vehículos, repartiendo empujones con carriolas y mochilas. Las luces traseras de las camionetas emitían un brillo rojizo en los rostros marcados por el cansancio y la preocupación.
Ani Alvarado, y sus dos hijos que la siguen de cerca como peces piloto, atravesaron ágilmente la multitud. Pero ya era tarde. Los vehículos estaban llenos.
Alvarado, de 29 años, así como sus hijos Christian Jared, de 9, y Wilman Dubier, de 5, voltearon a ver a sus compañeros de viaje: la prima de Alvarado, Sindy Jiménez, de 18 años, y el hijo de Jiménez, Osmin Yadiel, de 3, así como la tía de Jiménez, Hilda Rosa Banegas, de 42 años, y su hijo, Elmer Jesús Mendoza Banegas, de 16.
Con sus mochilas al hombro, los siete se incorporaron al flujo de migrantes y comenzaron a caminar hacia el norte. Una silenciosa procesión que se extiende a lo largo de kilómetros hacia el oscuro campo mexicano.
La caravana migrante comenzó el 12 de octubre en San Pedro Sula, Honduras, con cientos de participantes y rápidamente creció a varios miles a medida que cruzaba la frontera hacia Guatemala y se dirigía al norte, hacia el interior de México.
Se convirtió en la versión más grande y dramática de una tradición de varios años que en general había pasado desapercibida: centroamericanos que escapan de la pobreza y la violencia en sus países de origen viajan en grupo hacia Estados Unidos; viajar en grupos le brinda seguridad contra los criminales que acechan a los migrantes durante el recorrido.
La caravana, que llegó a Ciudad de México esta semana, captó la atención del presidente Trump poco después de comenzar. Durante los días previos a las elecciones intermedias, Trump usó a la caravana para generar sentimientos antiinmigrantes y alentar a su base de simpatizantes. También la usó para justificar el despliegue de miles de soldados del ejército en la frontera sudoeste de Estados Unidos.
El 8 de noviembre, el gobierno estadounidense promulgó nuevas reglas que dan al presidente la autoridad de negar el asilo prácticamente a cualquier migrante que cruce la frontera de manera ilegal (un cambio significativo de leyes que estaban en vigor desde hace mucho tiempo, que han permitido a la gente que escapa de alguna persecución que solicite refugio).
Incluso desde los primeros días de su viaje, muchos migrantes en la caravana sabían que Trump los consideraba como una horda invasora que busca manipular el sistema y quedarse con empleos de los ciudadanos estadounidenses. Sin embargo, para muchos de ellos, sus declaraciones han sido poco más que un estruendo lejano en el horizonte, un problema que resolverán más adelante.
Alentados por una profunda fe arraigada en el cristianismo, muchos se han aferrado a la creencia de que todo se resolverá al final, que el corazón de Trump se conmoverá y les permitirá ingresar a Estados Unidos para trabajar.
Incluso Alvarado estaba de acuerdo con esta filosofía inspiradora.
“Bueno, no puedo pensar de otra manera”, dijo, y se encogió de hombros.
Aunque la mayoría de los migrantes en la caravana son hombres jóvenes, el grupo también incluye a muchas familias con niños pequeños que ya han estado viajando durante cuatro semanas.
Alvarado y sus familiares dejaron su hogar en las afueras de Comayagua, una ciudad en el centro de Honduras, el 12 de octubre. Ellos provienen de una familia de trabajadores agrícolas que reciben salarios ínfimos en plantaciones de café. Generaciones de residentes de Comayagua han hecho el viaje a Estados Unidos para encontrar trabajos con salarios mejor pagados y la posibilidad siempre estaba en la mente de quienes se quedaban.
Alvarado, una de las pocas personas en su familia que logró escapar de las plantaciones de café, había estado trabajando como asistente en un programa gubernamental de desarrollo social, pero apenas lograba salir adelante con un salario de 200 dólares al mes.
En octubre, ella escuchó en televisión sobre la formación de la caravana en San Pedro Sula y decidió que era su mejor oportunidad de llegar a la frontera sur de Estados Unidos. Un par de días después, Alvarado había partido para unirse al grupo de migrantes. Las otras dos mujeres y sus hijos también fueron: la caravana era la oportunidad más segura y menos costosa que tenían para migrar.
Cada madre tenía en mente un destino diferente en Estados Unidos; la relación del grupo con el país ya era compleja.
Alvarado, quien vivió y trabajó durante un año sin papeles en Nueva York y en Ohio, espera reunirse con el padre de su hijo, Dubier, en Ohio. Jiménez planea mudarse con su padre en Ohio.
Banegas, quien trabajó en campos de café desde que tenía 7 años y tuvo siete hijos, dijo que solo tenía una cosa en mente: encontrar trabajo donde fuera posible. Su plan era quedarse en Estados Unidos durante unos años y después regresar a Honduras. Dos de sus hijos ya están casados y los demás se quedaron en Honduras con su padre, dijo.
En los pocos bolsos que cargan, el grupo empacó solo lo esencial, principalmente ropa. No podían darse el lujo de transportar nada de valor sentimental.
Ellos, como la mayoría de los miembros de la caravana, no estaban preparados para caminar. Jiménez, al igual que Banegas y su hijo, usaba chanclas. El hijo de 3 años de Jiménez tuvo que ser cargado por adultos durante gran parte del camino.
Para su sustento dependieron de comida donada por los gobiernos locales, grupos civiles y voluntarios. Por la noche, la mayoría de las veces se acostaron en lonas de plástico en plazas y parques públicos junto a miles de otros miembros de la caravana.
En San Pedro Tapanatepec, el día dieciséis de la migración, el grupo desplegó las lonas en la plaza principal del poblado a la sombra de la iglesia católica. Después caminaron colina abajo para saltar a un río. Los niños se quedaron en ropa interior y jugaron en el agua mientras las mujeres lavaban la ropa. Alvarado, todavía vestida con sus pantalones de mezclilla, se sumergió en el río hasta la cadera y metió su largo cabello oscuro en el agua.
Dos mañanas después, tras un día de descanso, estaban de nuevo en movimiento: partieron de San Pedro Tapanatepec rumbo a Santiago Niltepec, alrededor de 48 kilómetros al noroeste. Hablaron poco mientras caminaban, cansados y hambrientos, a través de las oscuras calles de Tapanatepec, dejando atrás a grupos de migrantes que reposaban a un lado del camino. De vez en cuando, Alvarado y su grupo también se detenían y se dejaban caer al suelo para descansar.
El grupo no planea solicitar asilo. En lugar de eso, como muchas otras familias en la caravana, su plan es cruzar por pasos fronterizos oficiales y entregarse a la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Debido a que son mujeres que viajan con niños, tienen la esperanza de ser liberadas rápidamente y que les permitan quedarse en Estados Unidos mientras esperan la resolución de sus casos. Es una práctica que ha sido ampliamente utilizada durante años, pero que Trump busca terminar. Banegas dijo que recogió a Elmer —quien dejó la escuela hace tres años para trabajar en los campos de café—, para que viajara con ella a
Estados Unidos porque él es el mayor de sus hijos menores de edad.
Banegas dijo: “[Con él] podría tener una mejor oportunidad de ingresar”.
Las mujeres habían escuchado que la política de separación familiar del gobierno de Donald Trump había terminado. Otros migrantes de su ciudad de origen habían cruzado exitosamente hacia Estados Unidos desde entonces y habían sido liberados con sus hijos.
Aun así, nadie estaba seguro de que podría ocurrir realmente.
“El único miedo es el miedo de perder a un niño durante el recorrido”, dijo Alvarado.
De cualquier modo, el tema de la frontera estaba en el futuro. Por ahora, el grupo de Alvarado estaba concentrado en lograr superar otro día.
“Estoy enfocada en el recorrido, en sobrevivir en el camino”, dijo Alvarado.
En un punto de la autopista se unieron más migrantes con la esperanza de conseguir que los trasladaran. Un auto comenzó a disminuir su velocidad. Alvarado se abalanzó sobre él. Ella y sus dos hijos ocuparon todos los lugares. Los otros cuatro, que se retrasaron, fueron dejados atrás. Por primera vez desde que abandonaron Honduras, el grupo se había separado.
Jiménez, Banegas y sus hijos comenzaron a caminar de nuevo. Un desconocido le dio a Jiménez una vieja carriola y su hijo rápidamente se quedó dormido en ella.
Después de varios kilómetros, llegaron a un cruce donde varias mujeres estaban entregando agua y tortillas embarradas con frijoles negros y queso. Ante la invitación de otro migrante, un conocido, Jiménez,
Banegas y sus hijos tomaron un taxi al próximo poblado y después tomaron otro taxi que los llevó durante el resto del camino al destino final de ese día: Santiago Niltepec.
En Santiago Niltepec, las mujeres rastrearon a Alvarado en un cuartel policiaco que había sido convertido en refugio. Ella había apartado una parte del piso de concreto y había colocado una lona plástica para su grupo. Los voluntarios repartieron ropa de segunda mano y comida.
Al reflexionar sobre el viaje, Alvarado dijo que había sido más fácil de lo que esperaba, incluso con todo lo que caminaron. Los desconocidos habían hecho más fácil su recorrido. Ella no se quejaba.
“Me acostumbro a lo que sea”, dijo. “Aprendí de la vida”.
Texto y fotos: Agencias