Martha: Mi madre

Por Mario Barghomz

Hay una canción de los Beatles que me sigue recordando a mi madre. Y aunque no sería una canción, que si viviera, yo le dedicara por la intención y el doble sentido de la letra; hay un verso en ella que me la recuerda. “Mi querida Martha –dice el verso-: siempre has sido mi inspiración”.

Es un verso que también en la canción, habla de una Martha que aunque ya no esté, sigue estando en el amor y la memoria.

¡Y qué buena madre no es o será siempre una inspiración para cualquier hijo! Madres dedicadas, cariñosas, tiernas, asistentes, ¡siempre presentes! Madres que cuidan, que guían, que ofrecen, que esperan y que siempre están cuando se les necesita. Y aunque a veces no se les necesite tanto, siempre aparecen.

De mi madre he dicho muchas cosas. Todas sinceras, sin duda, y todas, también, desde el lugar mismo de mi alma. Aunque para hablar de una madre se necesita más del corazón que de las palabras, más de la lealtad que del aprecio, más de la memoria que de un espacio donde escribir sobre ella.

Para hablar de una madre se requiere haber depositado en el alma todo aquello que nos permita algún día reconocer el amor (incluidos el deseo y la pasión) con que fuimos concebidos y traídos al mundo, la confianza en sus brazos ante el miedo y a zozobra, su valor y fortaleza en el cuidado atento y generoso de nuestra persona, y ese espacio permanente (en su casa o entre sus brazos) que por naturaleza y voluntad toda madre mantiene hasta su muerte para regresemos siempre a ella.

Qué mejor lugar para refugiar nuestras desdichas, nuestro dolor o nuestra pena, que la confianza de sentirnos amados por ella. Qué mejor casa que su casa para nuestro descanso, la celebración y la dicha de nuestra fortuna.

Para hablar de mi madre no necesito más de las palabras que de mi recuerdo de ella, más de la retórica que pueda alabarla que del sentimiento franco, más del argumento que de la anécdota; porque como toda madre buena siempre estuvo más cerca que lejos, siempre fue más confidente que maestra, más atenta que ajena, más comprensiva que arbitraria, más sensible que ingrata, siempre generosa, nunca mezquina, y más abundante en el sentido de tenerlo todo junto a ella, que vacía y llana en su persona.

Mi madre es una e irrepetible, finita en sí misma pero abundante, no perfecta pero sí adecuada y única, igual de semejante a las otras como ella; dotada por su destino natural para parir y hacerse cargo de la prole humana, su cuidado y su crecimiento en el entendido de que no hay más ser que ella misma en el planeta para cuidar de los hijos, como sea y como sean, como hayan nacido o crecido. Porque qué madre que se precie de ello, no querría a un hijo como fuera: bonito o feo, ancho o flaco, grandote o pequeño, blanco o negro, risueño o serio, inteligente o no tanto, presente o pródigo…

Mi madre no abrazaba. Ahora está muerta y yace sólo en el centro mismo de mi sistema límbico, el mismo de mis sentimientos y mis emociones. Pero que yo recuerde, nunca sentí ni dijo que yo no pudiera abrazarla a ella, que buscara sus recias manos para refugiarme en su cuerpo, en el regazo de lo que siempre presentí seguro.

Mi madre no cantaba (no recuerdo haberla oído), pero apreciaba la música y cada que podíamos, bailábamos. Tampoco reía mucho (quizá porque un día, muy joven, mi abuela, su madre, se murió de cáncer), pero sonreía siempre.

A veces no encuentro nada mejor que su silencio; esa parte de la nada donde uno escucha el alma de sus muertos. Me mira, me oye y me contempla.

Mi madre siempre fue una mujer de carácter, fuerte, decidida, estoica. No la vi llorar nunca salvo el día que mi abuela, casi espíritu en vida invadida por el cáncer, dejó de respirar sobre sus brazos. Creo que ese llanto fue todo; lágrimas que tenía guardadas y otras convertidas en aullidos que hicieron estallar el silencio y las paredes. ¡Qué manera de llorar a un muerto en plena madrugada! ¡Cuánto corazón destrozado!

Después de eso, nunca más le conocí una lágrima. Y creo que desde entonces también dejó de ser tan joven. Aunque después de algunos años y con la llegada de sus primeros nietos; sus ojos volvieron a llenarse de ternura.

¡Feliz día, mamá!

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