Recuerdos de un pleito de cantina

Por Gínder Peraza Kumán

Ese domingo tenía yo ganas de cambiar la rutina, y en vez de quedarme en la casa de mis papás para platicar con papá Venancio, acompañarlo con unas cervezas, jugar baraja con él y esperar la hora del almuerzo para retirarme, tuve la idea de invitarlo a “tomar dos como la gente” en una de las cantinas del pueblo. Hacía tiempo que él no salía de la casa a pasear o platicar con sus cuates, así que no se resistió mucho y aceptó la invitación. Uno de mis cuñados decidió acompañarnos, para estar más seguros y “por si acaso”. La excursión, sin embargo, iba a salir mal.

Llegamos a la cantina –que a eso de la una del caluroso día estaba llena– en pocos minutos y nos aconchamos en la barra de cemento, detrás de la cual estaba el dueño del negocio, viejo conocido nuestro y con quien nos pusimos al día sobre lo que había sido de nuestra vida en los últimos meses y años.

Todo iba bien, pero como papá Venancio era muy conocido y de una forma de pensar y actuar muy firme, la cual así como le ganaba amigos también le generaba algunos enemigos o detractores, pronto llamó la atención de uno de estos últimos. “Qué pasó Venancio, ¿qué vas a dar?”, dijo el “amigo”, que evidentemente ya tenía medio estoque adentro. “Cálmate, fulano, no ves que estoy con mi hijo y mi yerno”, respondió tratando de tranquilizar al temulento sujeto, pero éste ya no estaba en condiciones de razonar.
Tanto fastidió el tipo a mi papá que éste, como si tuviera todavía 30 ó 40 años, y no más de 60, se exasperó y tomó la gorra que tenía en la cabeza, la aporreó en el piso y casi gritó: “Bueno, ¿qué quieres? ¿Quieres que yo te parta la m…?”

Desde que llegamos vi a mi tío Valdemar parado a un lado de la barra, con la espalda apoyada en la pared. Se veía que también ya tenía algunos alipuses encima y, fiel a su forma de ser, no hablaba y simplemente observaba.

Cuando el tío, un hombre fornido y alto para su medio, vio que el borracho provocador ya había hecho enojar a mi papá, probablemente pensó que éste ya era muy viejo para estarse peleando en la cantina, así que de dos o tres pasos tuvo a su alcance al beodo y sin muchos aspavientos, casi sin tomar impulso, le asestó un derechazo en la cara que lo mandó trastabillando 4 ó 5 metros atrás hasta caer sobre una de las mesas metálicas de los parroquianos.

Muchos ya se habían percatado del altercado que se avecinaba, y cuando el provocador cayó prácticamente todos los parroquianos se levantaron y se armó un San Quintín de hombres liándose a golpes y sillazos, unos a favor y otros en contra de mi padre.

No tenía caso quedarse, así que mi cuñado y yo tomamos de los brazos a mi padre, caminamos en el pasillo entre las mesas hasta la entrada y nos fuimos. Así como Wyatt Earp salió sin un rasguño del O.K. Corral en medio de una balacera en la que hubo muertos y heridos, así salimos sin que nadie nos tocara y ni siquiera nos dirigiera algún insulto.

Sobra decir que no volvimos a llevar a mi papá a cantina alguna. La fama que se ganó en sus buenos años lo seguía en su vejez.

Hay que decir que en Dzilam González como en muchos pueblos, hasta los años sesentas y setentas uno podía dirimir a golpes cualquier diferencia, con la seguridad de que pasada la riña todos, o la gran mayoría, seguían siendo amigos. El enfrentamiento era a golpes, sin armas blancas y menos de fuego, y se acababa cuando alguno de los contendientes se rendía. Había nobleza, no como ahora que los pleitos casi siempre tienen secuela y tienden a eternizarse. Ésos eran otros tiempos, aquéllos en los que la palabra de honor valía más que el dinero.

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