Verbos para el laberinto

Que venga la rama (aunque sea la peor de la historia)

Por Alejandro Fitzmaurice

Antes de que se planten frente a las cocheras, ya se sabe que vienen porque caminan pegando de gritos y chiflándole a los perros de la cuadra para que ladren y hagan escándalo.

Son cuatro rapazuelos en shorts y chanclas, muy quitados de la pena, que se aparecen entre las siete y las ocho. En lugar de veladora y Virgencita, lo cual les tiene sin cuidado, tienen una suerte de pelota que emite luces multicolores en la penumbra y hace sonidos de sapo.

Por ratos cantan (desentonados) y por ratos recitan (disparejos) mientras se están pegando entre ellos nomás por fregarse. La interpretación, por cierto, es de cronómetro: se comen palabras y estribillos enteros con tal de enfilar rumbo a la siguiente víctima, que viene a ser mi vecino.

La primera vez, antes de empezar y presentarse, el más canijo de ellos al parecer, me pidió muy serio pasta dizque porque le picaba el diente (¿?). Le serví un poco en el dedo, y sin decir agua va, se la acabó untando en el ojo al que estaba a su lado para luego echar la carrera por la escarpa y gritarle la majadería que le gritan al portero en los partidos de futbol. Los demás sonrieron sin dejar de cantar, incluso el pobre que se estaba restregando el párpado con la mano.

El lunes pasado, en la segunda de sus visitas, le añadieron a los versos tradicionales algo sobre “La calaca tiene un diente, Topo Gigio tiene dos”, que yo jamás escuché en mis tiempos de niño en Itzimná, pero resulta que se canta desde el año del caldo, según Lizi, mi todo.

Para terminarla de amolar, a pesar que les di diez pesos, me aplicaron en la cara una rara despedida: “Ya se va la rama con una escalera porque en esta casa fue bien recibida” (¡!).

Se atacaron de la risa (yo después, cuando entendí el chiste) y se fueron a cantar a las otras casas. Tras terminar en dos segundos, se despidieron agitando la mano y diciendo buenas noches los muy mensos.

Lo único que me enoja de esta situación es la señora que se queda al principio de la calle vigilándolos y que luego avanza –cree ella muy discreta– sobre el triciclo rumbo al final de la cuadra. Evidentemente, esta rama es una forma de trabajo parecida a la de chicles en las avenidas. No obstante, los cuatro locos esos se la pasan tan bien que ponen de buenas.

Le cuento esto intentando ofrecerle una anécdota distinta en este recién inaugurado diciembre, cuando el capitalismo ofrece consumismo a meses sin intereses, pero también cuando más aparecen depresiones, histerias y rabietas.

Sé de conocidos que se zumban frascos de antidepresivos para combatir las tristezas que les acarrea el último mes de año, y de quienes se encierran para resistir, botella en mano, que todavía no sea enero, un tiempo mejor porque ya no hay villancicos ni cenas familiares de alarido y estrés.

Por supuesto, yo no soy quien para decirle cómo ser feliz ni tengo la más mínima intención de hacer de esta columna un espacio de superación personal, aunque ya se le parezca. Creo que uno se las arregla como mejor puede.

Pero en un mundo que compra neurótico para la fiesta y que se ha olvidado completamente del festejado, que resulta ser Jesucristo, valdría la pena fijarse más en la sencillez de esa runfla de chiquitos que, sin duda, ha conformado la peor rama del planeta y de la historia.

Le están comprando ratitos de felicidad a la vida por diez pesos o cinco o nada, un talento que a muchos nos hace falta.

No tienen nada. Lo tienen todo.

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