El afecto humano

Por Mario Barghomz

Si comemos bien, si dormimos bien, si hacemos un ejercicio constante y moderado es casi seguro que estaremos bien. Pero si con todo ello, carecemos de afecto, no sobreviviremos.

La peor pena de un niño es sentir que nadie lo quiere, que no se le aprecia, que se ocupan muy poco de él o que finalmente a nadie le importa si se siente bien o mal. Y su respuesta a este sentimiento de abandono y de dolor emocional puede ser traumática o definitivamente trágica. Un faraón en el antiguo Egipto quiso saber qué pasaría a un grupo de infantes si los separaba del afecto de sus madres, de sus cuidados y atenciones. El resultado fue que todos murieron.

La falta o presencia de afecto en un ser humano parece ser determinante. Y no me refiero al caso de niños solamente, sino a todo el contexto humano. La falta de afecto que se traduce en ausencia de cariño y caricias, besos, abrazos, contacto y atención, incapacitan a cualquier ser humano para amar o despreciar la vida. Además de que el afecto puede ser generativo a través de la memoria, pues si en el ADN de cada uno de nuestros cromosomas éste está inscrito, nos sentiremos amados o listos para serlo. Las personas que en su vida han estado llenas de afecto, tenderán invariablemente a ser afectuosas, amables y cariñosas; estarán bien y podrán ser felices.

Caso contrario; las personas cuando son frías lo son porque han carecido de afecto, del suficiente amor y cariño que poco o nunca recibieron. Son almas vacías incapacitadas para ser más fraternas, cordiales y empáticas. Y son los demás o alguien quien tendrá que llenar ese vacío psicosomático para que tal frialdad traducida también en un mal temperamento (enojo, rabia, frustración, resentimiento…), desaparezcan.

El afecto por el solo hecho de ser un aliciente emocional, suele ser el bálsamo básico contra la soledad y la tristeza. El afecto es contacto, caricia, palabra, benefactor incondicional de quien ama, de quien quiere al otro fortaleciéndolo.
Hay otra historia que cuenta Salimbene de Parma, cronista del emperador Federico II que un día quiso saber qué lengua hablaría un grupo de recién nacidos, si griego, latín o hebreo. Para lo que dio orden a sus nodrizas que los atendieran con esmero de modo que nada les faltara, pero que nunca les dirigieran la palabra o se hablara cerca de ellos. Todos los niños murieron.

Una madre afectuosa no solo educa y alimenta a su hijo (a lo que en “El arte de amar” Erich Fromm le llama “leche”), no solo se ocupa de que éste obedezca y aprenda, sino que lo abraza, lo acaricia, lo arrulla, lo besa, le habla (Fromm lo llama “miel”), lo llena de afecto por amor y naturaleza propia.

El afecto en sí mismo hará la diferencia entre una buena y mala persona, entre aquella que ha sido amada y la que ha carecido de ello. La historia de los asesinos y la gente perversa es el mejor ejemplo para hablar de personas que carecieron de todo amor y afecto, de seres que se criaron entre el abandono y la violencia, resentidos y violentos porque nunca fueron amados.

Abrazar o no abrazar para dar afecto, no suele depender tanto de algo que se quiera o no en el momento, sino de aquello que ha sido sembrado en nosotros y hoy surge de manera instintiva como un mero fruto de lo recibido en hora temprana cuando fuimos adolescentes y niños. Quien no abraza ni a sus propios hijos no es que no quiera, sino que no sabe, no puede, porque nunca nadie le enseñó a hacerlo.

El acto de abrazar a otro conlleva un sentimiento de afecto, un sentimiento que se comparte, de emoción que se extiende hacia el cuerpo de quien se quiere, se respeta, se admira o simplemente se saluda. Sentir afecto es sentir amor por el otro, amor erótico (por la pareja), amor filial (por los padres, la familia o los amigos) o amor ágape (por el prójimo). Amor que se comparte desde el corazón a los sentimientos del otro.

El afecto nos nutre, nos fortalece y nos forma. A veces basta una palabra, una caricia, un abrazo para fortalecer una situación de angustia, de ansiedad, tristeza o sentimiento de abandono. ¡Somos fuertes en la dicha, miserables en la pena!

 

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